La historia cuenta que Javier Ascue , reportero del diario El Comercio, caminó tres días desde Chimbote hasta el mismísimo Callejón de Huaylas, con poca comida y resistiendo 70 réplicas del terremoto del 31 de mayo de 1970, para llegar a la zona cero de la tragedia e informar desde allí. El primer testimonio noticioso fue del recordado “Taita” y así el mundo supo de la tragedia de Yungay. La ayuda nacional e internacional empezaría a llegar al poco tiempo.
El terremoto de ese año, que solo en Yungay hizo desaparecer a 20 mil personas, marcó un punto de quiebre en la tarea de prevención de desastres en el Perú. El gobierno del general Juan Velasco Alvarado creó para hacer frente al desastre, la Comisión de Reconstrucción y Rehabilitación de la Zona Afectada (CRYRZA). Este “Comité de Emergencia” trabajó a un nivel multisectorial, orientando los estudios técnicos y del Ejecutivo. El comité recibió asesoría y cooperación internacional en campos especializados como geología, sismología y topografía.
Los vuelos de observación de la FAP, que proveyeron innumerable material fotográfico de la zona afectada, permitieron señalar los puntos más peligrosos del escenario geográfico en desastre. Asimismo, la habitabilidad de las sobrevivientes fue otro punto a tratar por los expertos. Hacia el norte de Yungay se instaló un campamento para los damnificados, quienes habían perdido a gran parte de sus familiares y muchos estaban solos. Solo cuatro familias completas se salvaron de morir. De esta forma, en los campamentos que se implementaron las víctimas se fueron sumando por decenas y luego por centenas.
Para setiembre de 1970, ya había en el campamento principal unas 400 personas, pero eso aumentó y para fines de ese año superaba las 1.200 personas. Mucha gente de los pueblos de las alturas, que había perdido sus viviendas y sus tierras de cultivo bajaron para pedir ayuda y refugio en el campamento de Yungay. Entonces aumentaron los módulos de vivienda, espacios provisionales (para dos años máximo), pero que terminaron convirtiéndose en habitaciones de largo plazo. Para desarrollar esos trabajos de apoyo habitacional, alimentario y médica de emergencia se necesitó de la ayuda nacional y extranjera. La solidaridad no se hizo esperar.
La Cruz Roja Peruana en acción
Sobre la desgracia, el dolor y la muerte, el Perú se levantó de sus cenizas. La colecta de la Junta de Asistencia Nacional, que presidió Consuelo Gonzales de Velasco, esposa del presidente, fue una de las más auspiciosas. Asimismo, el Ejército implementó planes de rescate que incluyó la misión de 80 paracaidistas que descendieron sobre Huaraz para mejorar la pista de aterrizaje y, también, tener el control político y militar de la zona, ya que el prefecto y subprefecto de la ciudad habían fallecido.
En la ayuda nacional, el trabajo de la Cruz Roja Peruana (CRP) fue notorio. Antes de conocerse la magnitud del desastre, puso en alerta a sus miembros para organizar un primer convoy de 200 socorristas y 300 voluntarios, quienes se enrumbaron al día siguiente del sismo hacia las poblaciones de la costa norte de Lima, con medicinas, alimentos, ropas y bolsas de dormir.
Los siguientes días, ya con la realidad dura a la vista, la CRP estableció su cuartel general en Huarmey. Desde allí mandó apoyo a Chimbote, Casma y a las zonas andinas del departamento ancashino. En esos puntos había heridos y gente abandonada en la ruta. Para llegar a ellos, mientras las autoridades abrían los caminos y establecían campos de aterrizaje de emergencia, los socorristas cargaron sus mochilas con auxilio básico y marcharon montados a caballo e incluso a pie. Fueron los primeros en llegar a los caseríos menos accesibles.
Al observar que el gobierno militar había dispuesto vuelos de observación y misiones de paracaidistas que dar ayuda a los damnificados, la CRP trabajó en una rutina particular: los socorristas colocaban dentro de mantas medicamentos, ropa y comida, las amarraban bien desde las puntas y, ya todo empaquetado, se las entregaban a la FAP para que las lanzaran durante los vuelos rasantes, especialmente sobre las zonas afectadas del Callejón de Huaylas.
Las donaciones de sangre para hospitales y puestos de emergencia también fue una labor que ejecutó la CRP y que movilizó en Lima a miles de personas. Lo hizo a través de su Dirección de Higiene y Asistencia Social, que coordinó con voluntarios, jóvenes estudiantes de medicina y enfermería que se encargaron de cumplir la tarea de recolección. Asimismo, con el apoyo de la Cruz Roja Americana, que donó cerca de 100 mil jeringas descartables, se vacunó a igual número de personas contra el tétano, tifoidea y viruela.
Ayuda internacional para los afectados
Pero el apoyo fue mundial. Si no hubiera sido así, el Perú habría caído en la impotencia por la magnitud de la tragedia. De los países europeos y latinoamericanos llegaron mayormente medicinas, víveres y ropa de abrigo; de Estados Unidos, el apoyo fue logístico y aéreo, con aviones Hércules y helicópteros puestos al servicio del transporte de la ayuda humanitaria. La antigua URSS recién había retomado relaciones diplomáticas con el Perú en 1969. Ante el sismo del 31 de mayo de 1970 (para ellos fue 1 de junio), el gobierno soviético envió equipos médicos y luego automóviles, helicópteros y también viviendas provisionales.
Pero hubo un grupo humano de 55 voluntarios que destacó por su solidaridad. La mayoría estaba formada por estudiantes universitarios de Medicina de Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Moldavia, de varios pueblos de la ex URSS. En esas ideas y venidas, la desgracia se ensañó con un avión Antonov ruso que cayó en el Atlántico norte cuando se dirigía al Perú con ayuda. Fallecieron en ese accidente los 22 miembros de la tripulación.
Pero la solidaridad internacional se expresó con el apoyo de muchos más países, tras el pedido de ayuda del gobierno peruano. Canadá, por ejemplo, envió seis aviones de grandes proporciones con materiales de apoyo. Estos aviones realizaron casi cien vuelos transportando material de médico y alimentos. El gobierno cubano, por su parte, colaboró activamente en el puente aéreo que se implementó, logrando hacer muchos vuelos en esa primera semana. Rescataron supervivientes y trajeron material médico para los heridos.
La mayor potencia del mundo, Estados Unidos, mandó a un Perú en desastre el portaaviones USS Guam, así como 16 helicópteros. Ellos estuvieron desde un primer momento apoyando con su logística inmensa y solidaria. Los helicópteros norteamericanos realizaron cerca de mil vuelos claves para aliviar el dolor de las víctimas. Ese acto de generosidad para con el Perú tuvo lamentablemente algunas bajas. En un lapso de 16 días, luego del aluvión del 31 de mayo, varios helicópteros de ayuda cayeron en las montañas andinas del Callejón de Huaylas. Para el 17 de junio de 1970, Estados Unidos había perdido tres de sus aparatos en las zonas altas cuando llevaban auxilio a los sobrevivientes; y ya habían fallecido tres paracaidistas en maniobras de rescate, debido a las difíciles condiciones geográficas de la zona. En esa racha negativa también cayeron un helicóptero peruano y otro argentino.
Había, por lo demás, un problema de espacio aeroportuario, pues el aeropuerto de Chimbote no podía recibir aviones grandes. Sin embargo, la ayuda no se detuvo ni un día especialmente ese primer mes de junio, luego de la catástrofe. En Lima, en los amplios hangares de la base aérea de la FAP se concentró la ayuda exterior que continuamente llegaba con ropas, medicinas y víveres.
Los iglús alemanes que nos dieron un techo
Gobiernos como el alemán y el francés no cejaron en enviar lotes de medicamentos y equipos médicos para apoyar la atención de los rescatados. Tras los primeros meses de emergencia, la Cruz Roja Alemana (CRA) se puso en contacto con su similar del Perú, y entregó a esta, en setiembre de 1970, unos 522 “iglús”, pequeños albergues semiesféricos de espuma plástica en los que entraban de cinco a siete camas. Para su instalación, la Cruz Roja Alemana envió al Perú a 26 técnicos, dirigidos por Jürgens Weyand, y dos especialistas de la firma Bayer, que producía el material plástico con el que se fabricaba ese tipo de albergues. Estos se habían usado por primera vez en el sismo de Turquía, a comienzos de ese año.
Las casas provisionales alemanas, instaladas en las afueras de Caraz, por estar cerca de Yungay, tenían una altura de tres metros y un diámetro de cinco metros, con una superficie interior de aproximadamente de 20 m2. Los “iglús” eran atérmicos, lo que generaba en su interior una temperatura fresca durante el día y templada por la noche.
Una mujer y sus diez hijos ocuparon el primer “iglú”, y todas las familias beneficiadas con uno recibieron además una cocina de querosene y un juego de ollas, donados por la colonia alemana en Lima. Fue, sin duda, el primer proyecto de vivienda provisional para los damnificados. Pero el apoyo de la CRA continuó con la entrega de 125 contenedores, implementados con equipos médicos, que podían albergar hasta dos enfermeros cada uno, e instalar laboratorios, botiquines y oficinas en su interior.
Más apoyo del mundo y de los propios peruanos
La Cruz Roja Francesa también donó 60 casas prefabricadas e instaladas en cuatro núcleos de 15 viviendas cada uno; todo ello para un programa de madres viudas damnificadas con hijos menores de edad de Yungay, Huaraz y Casma. Otra donación valiosa fue de la Cruz Roja Neozelandesa, que entregó 24 casas prefabricadas instaladas en Huarmey.
A estas ingeniosas iniciativas habitacionales, en el ámbito nacional se sumó el gobierno planificando un programa de vivienda provisional llamado “Operación Techo”, que involucró también a la Cruz Roja Peruana. Se implementaron 220 viviendas, repartidas en zonas afectadas, especialmente en barrios de Huaraz como Nicrupampa (123) y Palmira Alta (19), pero también en Yungay (19), Carhuaz (18), Recuay (8), Marcará (13), Mancos (4) y Ranrahirca (16). Un promedio de 8 mil familias vivieron por dos años o más en esos módulos.
Otro país que nos apoyó fue España, con mucha ayuda solidaria del gobierno y de las propias personas que iban desde donaciones de sangre, que coordinó la Cruz Roja Española, pasando por medicamentos para una atención intensivista, hasta dinero recaudado por la propia gente. Esa misma mecánica de ayuda se pudo apreciar también en los países hermanos de América Latina, de donde llegaron especialmente muchos jóvenes cirujanos y enfermeras para el apoyo médico respectivo.
Todo ello llegaba a las zonas de la tragedia en una coordinación aérea que se hacía en pleno vuelo. Entre 10 a 15 vuelos diarios se realizaban en las primeras semanas de la tragedia, lo que puede dar una idea de la intensidad del apoyo nacional e internacional. Esta ayuda mejoró mucho cuando miembros de las Fuerzas Armadas pudieron habilitar en pocos días el pequeño aeropuerto de Anta, ubicado entre Huaraz y Yungay. La longitud de la pista era corta, sin embargo se pudo transportar por allí a grupos pequeños de heridos hacia otras ciudades.
Incluso en el mismo Chimbote, el buque de la Marina peruana “Independencia”, que permaneció atracado en el puerto, se convirtió en un hospital flotante. Contaba con un pequeño quirófano capaz de salvar vidas. Los pacientes menos graves eran llevados a Lima por barco o avión. Los más delicados, aquellos que no podían ser movidos por sus múltiples fracturas, se mantuvieron en el buque. Los marinos se convirtieron así en enfermeros o en ayudantes de enfermería, además de formar las conocidas “patrullas de auxilio”. Todos ayudaban con estoicismo y caridad humana en esos momentos dramáticos para el país.