D ice una vieja frase que en el Perú existen dos clases de problemas: los que se arreglan solos y los que no se arreglan nunca. Como el transporte en Lima, por ejemplo. La imbecilidad al volante manifestada hoy en intersecciones bloqueadas, bocinazos a semáforos en rojo y buses atrapados bajo puentes no encuentra explicación en encefalogramas, pero esta inclinación por el desorden es tan antigua como la ciudad misma.
El arquitecto Juan Günther Doering contaba que la Lima de 13 por 9 manzanas que trazó Pizarro nunca fue una ciudad de líneas rectas ya que solo 62 de las 117 manzanas originarias eran realmente cuadradas. El damero fue absorbido por una estructura anterior de caminos y canales indígenas.Es más, la primera vía construida por el poder colonial llegaría recién a finales del siglo XVIII, en la época del virrey O’Higgins, la ruta Lima-Callao que es hoy la Avenida Colonial.
Según el maestro Juan Manuel Ugarte Eléspuru, esa amalgama de vías confusas terminó condicionado el carácter limeño: “Nosotros no tenemos concepción de actuar en línea recta, somos fundamentalmente sinuosos”.
Se cree que la primera carroza que rodó por esos caminos tortuosos fue la de don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, en 1556. Un virrey al que se le recuerda, entre otras cosas, por haber viajado de Trujillo a Lima sobre los lomos de un camello.
Adornadas con sedas y brocados de oro las carrozas se desplazaban en menor número que las calesas de dos ruedas y las carretas que se usaban para mudanzas. Precisamente, en 1556 se dio la primera ordenanza sobre tránsito para regular las carretas que pasaban a toda velocidad por las estrechas calles que tenían al centro, o en los costados, acequias que cumplían la función de desagües. Las ruedas esparcían aguas inmundas por las paredes de las casas y las patas de los animales levantaban un polvillo de tierra y estiércol que todos terminaban aspirando.
Esto se agravaría con la aparición de forlones, estufas, balancines, coches y demás carruajes que generaron un tráfico tan intenso que obligó al virrey marqués de Guadalcazár a decretar en 1624 “que de aquí en adelante no se pueda hazer ninguno (coche) en esta ciudad sin licencia mía o de quien en nombre de Su Magestad tubiere este gobierno a su cargo, (so) pena de mil pesos al carrosero que sin ella lo hiziere y un año de destierro de esta ciudad y sien pesos a cada oficial que trabajara en los dichos coches”.
Pero nada impidió la proliferación de carruajes y el inicio de la manía tan local y, aún tan vigente, de desplazarse sobre ruedas cuando se podría andar a pie.
“Concurren en carruajes a los paseos públicos y en ellos se conoce bien el carácter de presunción de todos los limeños. Confúndese frecuentemente el artesano con el poderoso; cada uno procura igualar al de más alta jerarquía; y como es consiguiente el lujo ha subido a tan alto punto que reina mucho el capricho en esta clase de diversión. Se tiene por indecoroso presentarse a pie en el paseo y muchas personas se ven obligadas a mantener calesa por no apartarse de los principios de opinión”, escribió el marino español y experto cartógrafo, Felipe Bauzá y Cañas en 1790.
Visitantes extranjeros como Bauzá o el francés Amadée Frézier (1713) cifraron, seguramente con exageración, en 4 mil a 7 mil el número de calesas que rodaban por la capital. Una locura para una ciudad amurallada y con más de 3.500 caballos, mulas y burros rondando por las calles. Ricardo Cantuarias señala en su estudio “El transporte en Lima del virreinato a la República” que, para evitar el pago del impuesto al rodaje, muchos propietarios no registraban todos sus carruajes ya que cada familia poseía, en promedio, tres calesas y coches en la Lima de fines del virreinato. En 1869 se derrumbarían las murallas y comenzaría la expansión hacia el sur. Y recién en 1874 se crearían las placas y los brevetes.
Cuenta Ricardo Palma en sus Tradiciones que allá por 1698 “todo lo que Lima encerraba de aristocrático” se congregó frente a la iglesia de San Agustín para ver el pleito callejero de dos nobles. Los carruajes del segundo marqués de Santiago, don Dionisio Pérez Manrique y Villagrán, y el del primer conde de Sierrabella, don Cristóbal Mesía y Valenzuela, se habían encontrado en una esquina y como se detestaban, ninguno le daba pase al otro. Al final, no quedó otra que pedir la intervención de la corona para determinar quién debía ceder. “Cuando, al cabo de un par de años, llegó a Lima el fallo del monarca, no existía ya ni un clavo de los coches; porque estando los vehículos tanto tiempo en la vía pública y a la intemperie, no hubo transeúnte que no se creyera autorizado para llevarse siquiera una rueda”.
En 1851 se intentó establecer un servicio de transporte público desde la Playa Mayor hasta el resto de la ciudad, pero los coches sucios, los caballos escuálidos y los cocheros insolentes condenaron la empresa a un rápido fracaso. Seis años después, el comerciante José Suito emprendió un proyecto similar con media docena de carruajes nuevos. Fue tal el éxito que a los pocos días se sumaron otros treinta, pero ahí apareció la viveza criolla.
“Al mismo tiempo que celebramos esta mejora de comodidad para el público, no podemos menos de reprobar los abusos que los cocheros cometen exigiendo precios caprichosos cada vez que se les ocupa”, denunció Manuel Atanasio Fuentes en su “Estadística general de Lima”.
Y es que el precio establecido era de 4 reales por persona, pero los cocheros llegaban a exigir hasta cinco veces más. “Aunque estamos convencidos de que en Lima es costosa la alimentación de las bestias y el pago de jornales, y que el mal empedrado destruye con prontitud los carruajes, no por eso dejaremos de protestar por el poco celo desplegado por la Municipalidad por haber arreglado con los empresarios una tarifa de precio que no estuviese al capricho del cochero. En Europa cada coche tiene fijado en su interior la tarifa de precios señalada por la autoridad y en Chile esa tarifa se inserta en los almanaques que debe acompañar siempre al cochero”, se lamentaba Fuentes en 1858.
Con el nuevo siglo llegaron los automóviles y quiso el destino que la primera salida a motor también marcara el primer acto de imprudencia al volante. Consistió en arrancar sin saber cómo frenar. Según el archivo de El Comercio, una mañana de 1903, Ricardo L. Flórez prendió el caldero de su ‘Locomobile’ en la calle de Mariquitas y dio cuatro vueltas entre el Paseo Colón y la Alameda de los Descalzos, no por el placer de conducir sino porque no tenía idea cómo parar. Mientras esperaba que se terminara el vapor, dos tranvías de caballos invadieron la vía y acabó empotrado contra una pastelería en la plazuela de Desamparados, detrás de Palacio. Noventa soles en daños costó aquella temprana constatación de que los limeños nacimos negados para el volante.
Tras la fundación de Lima, el cabildo no intervino como autoridad para establecer la nomenclatura de las calles. Eran los propios vecinos quienes asignaban nombres a cada cuadra, que generalmente eran producto de hechos de la vida cotidiana. Por ejemplo, la calle Mariquitas se llama así por tres Marías que vivían en esa cuadra. Todo esto generó un gran desorden. La gente bautizaba cada rincón como le daba la gana. Recién en 1861 se decidió que ya no se colocaran nombres por cada cuadra sino un solo nombre por calle. Manuel Atanasio Fuentes, el 'Murciélago', fue el autor de que cada casa tenga su propia numeración y que a un lado estén los pares y al otro los impares.