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Originario de: Berlín, Alemania
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Edad actual: 93 años
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Contacto con la guerra: 12 años
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Escape de Europa: 12 años
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Profesión: Dentista
Los primeros 12 años de vida para Lothar Rosenmann se resumían en ser un destacado alumno en su colegio, viajar mucho con su familia y convencer a su hermana mayor Esther de que le invite los chocolates que guardaba como un tesoro.
Había nacido en Berlín, luego de que su padre llegara de Austria para estudiar odontología. Gran parte de su familia vivía en Francia y otros tantos en Rumania, tal como lo demuestran las fotografías tomadas por su madre en sus innumerables viajes familiares.
“Éramos una familia muy unida. Cuatro personas en total. Donde íbamos, íbamos juntos”, narra Lothar.
El primer encuentro de Lothar con la oscura época que se avecinaba se dio durante los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936. Aunque él lo sabría tiempo después.
En aquella oportunidad fue a la casa de sus tíos, cerca a la villa olímpica, para ver el desfile previo a los juegos. Recuerda que un grupo de soldados de la SS (la fuerza especial nazi) entró al departamento para asegurarse de que no hubieran agentes extraños.
“En la mañana, temprano, fuimos a la casa de mi tío para ver a la gente que va. Bueno, ahí estaba el señor Adolfo Hilter, (desfilando) en su carro Mercedes Benz, grandazo”, rememora.
De repente, las cosas comenzaron a cambiar. Los viajes solo se podían limitar a ciertas ciudades pues el régimen nazi imponía diversas restricciones para la población judía. Recuerda, por ejemplo, la ves en la que viajaron al campo, en Bavaria, y sus padres preguntaron en una cabaña si podrían brindarles alojamiento.
“En aquella época ya estaba prohibido para los judíos en todo el territorio. Pero aún había algunos sitios que todavía decían: ‘Nosotros no intervenimos en esto’. Esta vez nos tocó una persona muy neutral. No quería saber nada de las prohibiciones, así que lo pasamos muy bien allá”.
Aparte de los viajes, la escuela dejó de ser un lugar agradable para el pequeño Lothar. La llegada de una nueva profesora le significó el primer trago amargo de segregación.
"Ella nos dijo: 'Ha cambiado acá todo, ahora ustedes van a aprender unas canciones y vamos a salir diferente. Ya no van a salir como ganado, sino van a ir marchando y cantando las estrofas que han aprendido'. ¿Y qué dijo la profesora? Tú no. ¿Por qué yo no? Fui a la casa, mi mamá me explicó por qué no. Porque había un nuevo régimen en Alemania, el de Adolfo Hitler".
De un día para otro Lothar no podía manejar bicicleta sin que los niños le cerraran el paso y le impidieran seguir. No podía salir de la escuela con el resto de sus compañeros ni caminar por la calle sin temor a que le sucediera algo.
“Y a mí me costó trabajo entender eso. ¿Qué diferencia hay entre tú y yo? Yo no veo diferencia, pero ellos sí veían”.
Pese a todas estas situaciones, su padre decidió realizar un nuevo viaje familiar. Sin oír a las advertencias de sus familiares, la familia Rosenmann salió en su automovil con dirección a Austria para luego dirigirse a las playas del Mar Báltico, un anuncio en una revista judía aseguraba que pese a las restricciones aún ofrecían un alojamiento seguro.
Las esvásticas y mensajes antisemitas que encontraron antes de llegar a la frontera con Austria los obligó a detener el viaje y dirigirse directamente al Mar Báltico.
“En el camino, mi mamá tuvo sed. Mi papá paró en uno de los restaurante junto a la autopista, un empleado se acercó al auto, nos vio por la ventana y le dijo: ‘Lo siento, aún no abrimos’. Mi papá dijo que más adelante había otros locales, pero en todos nos decían ‘ya no hay nada’ o ‘no abrimos’. Llegamos a la playa y la señora de la casa nos dijo que a ella tampoco les vendían nada porque eran judíos”, rememora. “Mi papá decidió que nos quedemos unos días más. Pero en la playa no había nadie, no había turistas, no había nada”.
De vuelta en Berlín, llegó una fecha clave en el futuro de la familia Rosenmann. El 9 y 10 de noviembre de 1938 se produjo la Noche de los Cristales Rotos, la primera gran matanza de judíos en la Alemania nazi. En total, se quemaron unas 1.500 sinagogas, 7 mil tiendas judías, 29 almacenes y varios cementerios. Además, unos 30 mil judíos fueron detenidos e internados en campos de concentración nazi.
“En la noche, a las 10 de la noche, mi hermana, mi mamá y yo fuimos a la ventana de enfrente para mirar a la calle. En eso vi que de repente viene un carro de la policía, de esos carros grandazos, abiertos, negros. Típicamente de la policía. Con unos hombres uniformados también de negro. Ellos bajaron, rompieron la puerta de la casa de enfrente, subieron al segundo piso y bajaron con dos viejitos. Y los tiraron al carro. Ese era para mí impresionante, policías tirando a viejitos al carro para llevárselos. Nunca más volvieron”, recuerda.
Al día siguiente, ajeno a lo que estaba sucediendo realmente, Lothar se levantó temprano para ir a su escuela. Llegó a la estación del tren, tomó uno en el que apenas pudo entrar y bajó para caminar los últimos 10 minutos hacia el colegio. “Cuando estoy por la mitad veo dos cosas. En primer lugar puros cristales. Y vi todas las tiendas tenían las lunas destrozadas. Con inscripciones antisemitas. Y a la izquierda vi un incendio. ¿Qué pasó? Han incendiado la sinagoga. Todo estaba destrozado. En eso vienen tres chicos y me dijeron que regrese inmediatamente a casa. Así que di media vuelta y regresé”.
Al llegar, una nueva imagen impactaría en la mente de Lothar. “Con una letra esmalte rojo, letras de un metro de diámetro decía: "Rosenmann judío", con una flecha hacia la entrada de nuestro edificio. Impresiona esto”.
Tres días después, su familia decidió huir. Durante un viaje a París y también en Berlín, sus padres habían tramitado las solicitudes para todos los consulados posibles. El de Perú y el de Bolivia habían accedido a entregarles los permisos necesarios. “Mi mamá nos pidió el mapa que llevábamos a la escuela, ¡quién sabía dónde quedaba Perú o Bolivia! Al final, ella dijo: ‘Este no tiene mar, yo prefiero el que tiene mar’. Y así decidimos venir al Perú”.
En 72 horas los Rosenmann tuvieron que rematar todos sus muebles y dejar atrás la vida que conocían hasta entonces. La suerte estuvo de su lado al pasar por el control portuario, era 25 de diciembre y los trabajadores estaban deseosos de irse por lo que habían aligerado los controles.
Embarcaron en el buque chileno “Imperial” que los llevó desde Hamburgo hasta Nueva York -con una parada previa en la que Lothar recuerda a un grupo de familiares despidiéndose de ellos-, pasaron dos noches sin poder desembarcar por ausencia de visas, cruzaron el Canal de Panamá mientras en Europa estallaba oficialmente la Segunda Guerra Mundial, atracaron una noche en Ecuador y finalmente llegaron al puerto de Talara.
Bajaron a recorrer el malecón, antes de enrumbar hacia el puerto del Callao. Una falla técnica los obligó a permanecer ahí por cuatro días en los que no pudieron bajar porque sus pases indicaban que su destino era el puerto de Mollendo, en Arequipa. Finalmente, llegaron a Mollendo y se establecieron en la Ciudad Blanca por una temporada.
Tras unos meses, tomaron un avión hacia Lima, donde se establecieron primero en una pensión al final del Jirón de la Unión y luego en una pequeña casita en la Plaza Breña. Lothar recuerda ver los autos de la capital como pequeños juguetes cuando volaba hacia Lima y también la agradable impresión que le dejó la Avenida Arequipa. Sin embargo, un amargo recuerdo también lo acompaña.
“Yo salí solo, mis padres se quedaron en la casa, mi hermana también. Me fui a la plaza San Martín, estaba bonita. Después subí por Jirón de la Unión. ¡Qué sorpresa! Una primera tienda con esvásticas. Adentro, con insultos contra los judíos. Seguí caminando, otra tienda de alemanes igualito, insultos a los judíos y montón de barbaridades. Hasta que llegué a la Casa Welchs que era la última a la mano izquierda, una tienda de lujo, igualito. Todo era nazi. Me impresionó. Pensé: ‘¿Para eso vengo al Perú?’”.
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Originaria de: Lwów, Polonia
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Edad actual: 77 años
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Contacto con la guerra: 1 día de nacida
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Escape de Europa: 6 años
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Profesión: Asistenta médica
Esther Karl aún no abría los ojos, pero la muerte ya rondaba por su puerta. Al día siguiente de su nacimiento, su familia recibió un ultimátum de parte del ejército nazi. Tenían solo 24 horas para abandonar su hogar y trasladarse al gueto delimitado dentro de la misma ciudad de Lwów, en Polonia.
Durante los últimos meses, su madre Mali Karl había decidido arriesgar su vida al no portar la estrella de David amarilla que por dictamen nazi debían llevar todos los judíos. La razón estaba en escapar de los escuadrones dedicados a capturar a todas las judías embarazadas y desaparecerlas. Si Mali hubiese sido descubierta, el castigo habría sido la muerte.
En 1939 Lwów reunía a 120 mil judíos, era la ciudad polaca con mayor número de miembros de esta comunidad después de Varsovia y Lodz. Para 1941, cuando los nazis obligaron a la familia Karl a entrar en el gueto, el número de judíos había aumentado a 220 mil debido a los miles que huían desde el oeste del país.
Antes de que Mali, su esposo Samuel y sus hijas Fela, Annie y la recién nacida Esther llegaran al gueto, tuvieron que pasar por el puente de la calle Peltewna, un lugar en el que los nazis decidían quién pasaba y separaban a otro grupo para llevarlos hacia un destino desconocido.
El azar hizo que Samuel fuese seleccionado para ese segundo grupo, pero antes de que pudieran trasladarlo Mali convenció a un guardia para liberar a su esposo, según narra en su libro “Escape a la vida” publicado en 1999.
“El gueto fue un confinamiento y ya no pudimos salir de él hasta que iban a cerrar las puertas. No había tranquilidad ni de día ni de noche. Entraban los nazis, mataban a la gente, no teníamos comida, no había nada”, narra Esther. “Entonces se toma la decisión de huir. Apoyada por mi papá, mi mamá huye con nosotras pero con la consigna de que ella iba a volver a salvarlo”. Mali y sus tres hijas salieron disfrazadas de campesinas tras pasar cerca de un año y medio en el gueto.
Llegaron a una estación y subieron al primer tranvía que pudieron. Dentro de él, con sus tres hijas a su lado y sin papeles que las libraran de cualquier control de seguridad, Mali se echó a llorar. “Mi mamá empezó a llorar amargamente diciendo que no tenía documentos, que le habían robado y que estaba desesperada. La señora que estaba a su lado la tranquilizó y le dijo: ‘Señora, no se preocupe. Mi esposo es el alcalde del próximo pueblo. Él las va a ayudar’”.
Este alcalde le brindó nuevos documentos a la familia Karl, quienes tuvieron que hacerse pasar por cristianos. Esto implicó, por ejemplo, que Mali cambiara su nombre por el de María Korol. Tal como habían acordado, Mali volvió para rescatar a Samuel.
Sin embargo, esto solo significaría el inicio de una historia de escapes de la guerra que avanzaba a pasos agigantados sobre Polonia. Durante un año, Samuel tuvo que permanecer oculto en el armario de la casa, para evitar que sus hijas supieran que estaba ahí y la emoción las llevara a revelar su paradero.
"Una noche mi hermana estaba muy enferma, con una alta fiebre. Mi papito salió de su escondite y le dio un beso, la abrazó y le dejó la chalina que siempre usaba antes de volver a su escondite. A la mañana siguiente, mi hermana le preguntó a mi mamá por la persona que estuvo anoche con ella. Mi mamá le dijo: 'Acá no hubo nadie, probablemente lo soñaste'. Mi hermana tocó la chalina y no dijo nada más, pero se dio cuenta de que algo había pasado".
Dentro de los múltiples escapes, la familia Karl llegó a establecerse en una cabaña que Mali llenó de figuras católicas por si algún soldado nazi entraba a realizar alguno de los irregulares controles a los que los tenían acostumbrados. Además, construyó un túnel para que Samuel pudiera esconderse.
Un nuevo escape obligado por el avance de la guerra obligó a las mujeres de la familia Karl a abandonar el lugar. Samuel quedó oculto y Mali nuevamente regresó a rescatarlo. Sin embargo, esta vez se encontró con un grupo de nazis desplegados en el lugar.
Evadió a los guardias iniciales asegurándoles que solo buscaba ropa para sus hijas. Pero al entrar se encontró con otro oficial. “¿Vienes a buscar ropa o por el judío que nos acabamos de llevar?”, le dijo. Samuel había sido arrestado y trasladado a un prisión cercana. Cuando Mali se disponía a ir a la cárcel para ver la forma de liberarlo se cruzó con un amigo de su esposo, quien le entregó una carta escrita por él. “Mali, déjame y salva a nuestras hijas”, decía la nota.
“Esa fue la última vez que supimos algo de mi papito”, recuerda aguantando las lágrimas Esther.
La familia Karl tuvo que soportar algunos años más huyendo del conflicto, hasta que se encontraron con las organizaciones Joint y Umra, dedicadas a agrupar sobrevivientes de la guerra y llevarlos a Palestina. Antes de que eso pase, el doctor Julius Karl, hermano de Samuel que había emigrado al Perú antes de que iniciara la Segunda Guerra Mundial, recibió de manos de una de sus pacientes un diario estadounidense que incluía un anuncio: “Se busca al doctor Julius Karl en Lima, Perú”. El anuncio estaba firmado por Mali.
“Inmediatamente, mi tío con su gran amor, fuerza y entusiasmo nos mandó las visas para llegar acá al Perú. Consiguió las visas porque entre sus pacientes estaba el presidente Manuel Odría y su mami”, recuerda Esther.
La familia Karl salió de Europa en un barco que los llevó hasta Estados Unidos. De ahí tomaron un vuelo hacia Sudamérica, llegando primero a Brasil, luego a Bolivia y finalmente, en 1947, fueron recibidos por Julius en Lima.
“Mi tío nos alquiló dos habitaciones en un hotel muy lindo en Miraflores. Teníamos tres cuartos para nosotras, pero las tres fuimos con mi mamita en una camita porque no nos queríamos separar”.
Esther se estableció en el Perú, realizó estudios en enfermería y se casó con Jorge Oxenstein. Actualmente tiene 6 nietos y 2 bisnietos.
"Por muchos años mi mami no hablaba de este tema porque la herida era ta grande y dolorosa que no podía. Pero en el ocaso de su vida empezó a escribir, a darnos este testimonio sobre todo para las generaciones futuras, para que se sepa qué sucedió durante el Holocausto y qué fue lo que sucedió con nuestras familias Karl y Brand", explica la sobreviviente. "Yo tampoco podía hablar mucho de este tema. Recién en los últimos años, cuando me pidieron que de unas charlas para los colegios y para las universidades, pude hablar del tema porque también era muy doloroso para mí".
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Originaria de: Varsovia, Polonia
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Edad actual: 82 años
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Contacto con la guerra: 20 meses de nacida
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Escape de Europa: 8 años
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Profesión: Catedrática
“Me sentía culpable de haber sobrevivido. Por las noches, cuando estaba sola, me preguntaba por qué yo. Por qué mi destino fue sobrevivir y el de tantos otros no”, me confiesa Irene Shashar desde el interior de su departamento en San Isidro, a más de 11 mil kilómetros de su natal Polonia y del gueto en el que fue internada a los 20 meses de nacida.
Hace 15 años, las Naciones Unidas establecieron el 27 de enero como el Día Internacional de Conmemoración en memoria de las víctimas del Holocausto, el genocidio nazi que se cobró la vida de 17 millones de personas, 6 millones de ellas eran judíos.
La fecha fue elegida en honor a la liberación del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, la sucursal del infierno en la Tierra, donde perecieron un millón de judíos mediante los más inhumanos métodos nazis.
La crueldad vivida en una de las épocas más oscuras de la humanidad, sin embargo, no se limitó a los muros de los campos de concentración. Los guetos, zonas delimitadas en las ciudades donde eran hacinados los judíos, constituían su propia pesadilla. Y el peor de todos estuvo en Varsovia.
En representación de las víctimas de la barbarie que tuvo lugar en la Segunda Guerra Mundial, Irene brindará este lunes un discurso ante la ONU.
Vida entre muros
Elena y David, el matrimonio Lewkowicz, pertenecían a la clase media de Varsovia a inicios de los años 30. Ella tenía una pastelería, mientras que él poseía un bosque con el que proveía de madera a las construcciones de la ciudad.
En diciembre de 1937 nació la única hija del matrimonio: Irene, nuestra protagonista. “De mi papá tengo pocos recuerdos, pero tengo su imagen vestido con una camisa blanca y unos pantalones prendidos con tirantes. Recuerdo que lo quería mucho, era gordito y cuando me abrazaba me envolvía con todo su cariño”.
En septiembre de 1939 los escasos recuerdos felices de Irene cesaron. Las tropas de la Alemania nazi liderada por Adolfo Hitler ingresaron a Polonia y en poco más de un mes tenían el control del país. Como parte de las medidas antisemitas, Irene fue trasladada junto a sus padres al gueto de Varsovia.
“Miedo constante, hambre constante, frío constante”. Son los pocos recuerdos que tiene esta sobreviviente del tiempo que le tocó pasar en esa suerte de urbe carcelaria. La corta edad y lo traumático de la experiencia impiden que los recuerdos de Irene tengan una secuencia clara. Son más bien, y según sus propias palabras, pequeños fragmentos que se van presentando ante ella.
En las calles del gueto era casi imposible conseguir alimento en buen estado. Sin embargo, era muy fácil toparse con algún cadáver o alguien a un paso de serlo. “Un día levanté un periódico y debajo yacía el cadáver de un niño, la piel estaba pegada a los huesos. Los alemanes recogían los cuerpos por las noches, así que por el día los cubrían”, narra.
Ningún episodio, sin embargo, se compara al día en el que regresó con su madre y vieron una multitud afuera de su casa. Elena entró rauda a la cocina con su hija y encontró a su esposo tendido en el piso. Había sido asesinado por los nazis. No hacía falta razón. “Dio un grito que se debió oír al otro lado del universo”, recuerda. “Recuerdo el piso blanco. Mi papá estaba echado, un charco de sangre, sus tirantes y su camisa blanca”.
Hora de escapar
Habían pasado dos años desde el inicio de la segregación y era momento de escapar. El gueto de Varsovia es famoso por la resistencia que se formó en él. Aparentemente, Elena entró en contacto con parte de esta resistencia, pues a los pocos días de la muerte de su esposo salió con Irene, vio una cloaca y lanzó a su hija en ella.
“Yo me puse a llorar, pensé que me iba a dejar, pero luego se tiró ella también. Aún recuerdo la pestilencia del lugar, ratas corriendo, agua debajo de nosotras. Y avanzábamos, gateando, yo llevaba a mi ‘lalka’ [muñeca en polaco]”, narra. “A veces es difícil creer que sucedió, que era así”.
Madre e hija salieron del gueto a la ciudad, un área prohibida para los judíos. Se dirigieron a una casa donde ya las esperaban e Irene encontró el primero de inumerables escondites que usaría en los siguientes tres años: un armario.
Cuando uno entra al departamento de Irene se sorprende al ver que su cocina tiene todas las puertas abiertas. “Nunca las cierro. Me oculté ahí por años, mi mamá trabajaba en diferentes casas y yo debía quedarme calladita. Recuerdo la oscuridad, pero también que cada vez que volvía me decía cuánto me quería y que si me portaba bien todo acabaría”.
Elena parecía tener un sentido extra, uno que le permitió huir de las casas donde trabajaba antes de ser descubierta. Hasta que la guerra terminó. “No recuerdo cuándo acabó la guerra. Solo que mi mami me dijo que había sido una niña buena y por eso todo había acabado”.
A finales de 1945 Elena e Irene llegaron a París, la niña tenía 8 años y su madre 42. Por recomendación de amigos cercanos, Irene fue enviada al orfanato de Andresy, a menos de una hora de la capital francesa. Durante un año, todos los domingos Elena fue a visitarla, hasta que un infarto acabó con su vida en el pequeño cuarto que rentaba. A los pocos meses, Isaac Topilsky tocó la puerta del chateau donde funcionaba el orfelinato.
Los Topilsky eran familiares de su madre y algunos de ellos escaparon de Polonia a Lima gracias a un amigo. Poco después de la muerte de Elena, Irene e Isaac subieron a un avión de Panagra que los trajo de Zurich hasta el antiguo aeropuerto de Limatambo.
Adoptada por el matrimonio de Michel y Felicia Topilsky, Irene tuvo dos hermanos: Marcel y Sonia. Fue parte de la primera promoción del colegio León Pinelo, estudió Lingüística y Judaísmo becada en EE.UU. y enseñó durante 40 años en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Se casó y cambió su apellido por el de su esposo, Shashar, con quien tuvo dos hijos: Ilana y David, a quienes no pudo confesarles que era una sobreviviente hasta el año 1997. Ahora vive entre Israel, Perú y Estados Unidos junto a Daniel Schydlowsky, su segundo esposo. “Por eso mi lema es que yo vencí a Hitler. Él está enterrado y desintegrado mientras yo tengo dos hijos y siete nietos”, me dice sonriendo.
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Originario de: Bedzin, Polonia
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Edad actual: 86 años
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Contacto con la guerra: 8 años
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Escape de Europa: 20 años
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Profesión: Ebanista - Empresario
Era un día cálido de verano en Bedzin, una ciudad polaca ubicada a pocos kilómetros de la frontera con Alemania. Hirsz Litmanowicz, el menor en una familia de cinco hijos, se encontraba caminando por las calles del pueblo junto a uno de sus hermanos cuando de repente vio cómo un grupo de militares entraban a bordo de sus motocicletas, portando enormes armas al hombro y decretaban el toque de queda.
No hizo falta disparar una sola bala para que Bedzin quedara bajo el control de los nazis. La ciudad se había ido despoblando desde hacía algunos meses ante el rumor de que la Alemania de Adolfo Hitler tomaría el lugar. Era 1939, Hirsz tenía solo 8 años y estaba a punto de conocer el infierno.
“El pueblo era una linda ciudad pequeña, era un pueblo progresista y había una comunidad judía muy grande, el 50% de la población era judía. Era un pueblo, en aquella época, desarrollado en relación a los otros y se vivía muy bien, no había mayores problemas”, recuerda Hirsz sentado en la sala de su casa, ubicada en San Isidro.
Al día siguiente de la llegada de los nazis, la sinagoga de la ciudad fue cerrada y se estableció un perímetro en toda la manzana. “Mataron a toda la gente alrededor. De allí comenzó la ocupación, la restricción y las privaciones, maltratos”.
Pronto, su ciudad fue convertida en un gueto. Su padre había muerto poco tiempo atrás, su madre fue llevada por los nazis a un destino hasta entonces desconocido, lo mismo sucedió con su hermana mayor, otra de ellas había sido destinada a trabajos forzados en una fábrica ubicada en Alemania y él se había quedado solo con su hermano Nathan y otra hermana.
“Eso demoró dos años y liquidaron toda la gente”.
La familia Litmanowicz, o al menos los que quedaban viviendo en Bedzin, fueron obligados a dejar la pequeña casa en la que vivían para ser trasladados a un establo. Ocho personas tuvieron que acomodarse en un espacio similar a la sala de un departamento moderno, que no contaba ni siquiera con ventanas.
“Pensábamos que nos quedaríamos ahí al final. Mi cuñado comenzó a preparar una ventana, ya teníamos perforado el hueco en la pared para hacer la ventana, pero ahí los nazis seguían su plan. Esto era para entretenernos y de ahí llevaron masivamente a toda la gente”, narra.
En la irrupción de los SS, su hermana volteó la cama en la que dormían y escondió debajo a Hirsz y a Nathan. Desde ahí pudo ver cómo los nazis le arrebataban de los brazos al hijo de pocos meses de nacido de su hermana. Lo tiraron a la intemperie y lo dejaron morir. Su hermana no soportó esto y al poco tiempo se suicidó.
Tras permanecer ocultos por ocho horas, al sentir que el ruido en las calles se había detenido, los niños que bordeaban los 10 años de edad decidieron salir del escondite. Fueron a la calle y no encontraron a nadie.
“No había nadie en la calle, ya se habían llevado a todos. No había nadie. Nos hemos presentado nosotros solos (a los nazis). Hemos dicho aquí estamos, qué hacemos. Nos llevaron a la estación del tren. Ya había mucha gente ahí para embarcar. Y nos embarcaron ahí”, dice.
El tren, repleto de personas, paró en Auschwitz Birkenau, el mayor campo de exterminio nazi. Se estima que 1,6 millones de personas fueron asesinadas ahí. Al menos 1,1 millones de ellos eran judíos.
“Ahí nos separaron a todos, yo iba por un lado nos separaron y mi hermano por otro lado. No tenía ni tiempo para darle un abrazo. Eran dos filas: los que no servían y los que van a servir. Solamente escogieron a 19 personas de un transporte de mil y pico”, recuerda. “Después nos llevaron a pie a Auschwitz (desde la estación de Birkenau), que es como una caminata de media hora. Llegamos a Auschwitz, procedieron, nos calatearon, nos bañaron. Teníamos temor porque había rumores de que echaban gas. Nos bañaron, nos tatuaron y nos metieron en un bloque, a dormir en los camarotes”.
Han pasado 70 años y la tinta con la que marcaron el número “125424” y un triángulo que indicaba su origen judío sigue visible en el brazo izquierdo de Hirsz.
“La primera noche en Auschwitz es un poco curiosa. Oíamos unos golpes en la noche. Algo como que tiran piedras contra una pared o algo así. Con el amigo que estaba al lado mío comentábamos esto en silencio. Nos acercamos a la ventana y vimos un camión. Estaban cargando cadáveres, los tiraban como si fueran sandías. Y eso era lo que golpeaba. Las cabezas, los cuerpos, golpeaban contra las barandas. Después nos enteramos que abajo de este bloque estaba la morgue, donde recogían durante el día a los muertos, los tenían en la morgue y los tiraban a los camiones en la noche”.
Hirsz fue seleccionado junto a otros 11 niños para ser objeto de experimentos. Durante los 3 meses que permaneció en Auschwitz se le encargó ser el niño de los mandados de Josef Mengele, un médico y alto oficial nazi apodado “El Ángel de la Muerte” por los cruentos experimentos que realizaba con los prisioneros judíos.
“Me dijeron que vaya al bloque de Mengele y haga lo que me diga. Llegué ahí, me mandaron con papeles en la mano, ni sé qué trabajo era ni nada. Pero veía a Mengele a diario. Yo veía los fetos en envases, no sé para qué, ni sabía qué era. Yo no entendía gran cosa. No tenía ni 12 años en aquella época. Mengele es un sádico, era un loco. Un médico no puede tener estos pensamientos. Él quería cambiar los ojos a la gente, ponerle ojo azules inyectándole pintura a los ojos”.
Un día, dos oficiales de la SS entraron al bloque donde dormían los niños destinados a experimentos. Les dieron ropa, un pan para cada uno y los llevaron caminando hasta la estación del tren. Los llevaron a Berlín, entraron al subterráneo y llegaron a Sachsenhausen.
La entrada al campo de concentración de Sachsenhausen era bastante curiosa. Se trataba de un boulevard flanqueado a la derecha por casas donde vivían los oficiales de la SS que trabajaban ahí y a la izquierda por una serie de huertos y plantaciones que, según el libro escrito por Hirsz Litmanowicz, era abonado con las cenizas que salían de los crematorios al interior del campo.
Entre 1936 y 1945, tiempo en el que operó el siniestro lugar ubicado en el municipio de Oranienburg, se estima que unos 30 mil prisioneros fueron asesinados. En el lugar se recluían principalmente a presos políticos, gitanos, homosexuales y prisioneros de guerra.
Hirsz terminó en ese lugar debido a que el médico encargado de experimentar con el grupo en el que él estaba vivía en Berlín y se le hacía muy complicado viajar hasta Auschwitz. El niño de unos 11 años permaneció recluido ahí durante dos años, durante todo ese tiempo se le inoculó el virus de la hepatitis B en búsqueda de una cura para los soldados nazis que combatían en los frentes de batalla durante la Segunda Guerra Mundial. Esto terminó cuando el laboratorio del campo fue destruido durante un bombardeo, a finales de 1944.
“Lo más feo era que no sabías cuándo termina y en qué termina. Había peligro también de muerte. Tenemos documentos donde el doctor que hizo los experimentos, cuando solicitó seres humanos, dijo que los seres humanos podrían fallecer. El grupo nuestro estaba condenado a muerte. Si nos moríamos no pasaba nada”.
El final de la pesadilla comenzó cuando uno de los niños seleccionados para los experimentos escuchó por los altoparlantes que se anunciaban una serie de ceremonias póstumas para los alemanes muertos en batalla. La mañana siguiente, los presos fueron formados en largas hileras de 500 personas y obligadas a marchar.
Se conoció como marchas de la muerte a los traslados a pie de prisioneros de los campos de concentración obligados por los nazis a raíz del avance de los Aliados y las fuerzas soviéticas en los frentes de batalla. Hirsz caminó cerca de tres semanas desde Berlín hacia Hamburgo.
“La gente moría, se moría de hambre, de inanición. ¿De dónde sacamos la fuerza nosotros? No lo sé. La mitad sobrevivió sin comida”, recuerda. “En el camino casi llegar a Hamburgo, llegó un camión de la Cruz Roja y nos dio un paquete de comestible. Yo escuché que el chofer habló con el SS si podía llevarse a los que ya no pueden caminar. Y le dijo que sí. Entonces yo fui, busqué a mi amigo y nos subimos al camión. Hemos andado toda la noche en el camión, llegamos a Hamburgo, de Hamburgo llegamos a Lübeck en la mañana y al mediodía llegaron los ingleses. Ahí nos liberaron".
Tras ser liberado, Hirsz se unió al grupo de un alto oficial francés de la reserva que también era judío. Él les permitió llegar a un orfanato en Francia donde Hirsz terminó la escuela y se instruyó como hebanista. Durante este periodo pudo encontrar a su hermana Sara, que entonces vivía en Italia, gracias a una serie de cartas que la joven enviaba a Bedzin con la esperanza de que algún familiar siguiera vivo.
Gracias a Sara, Hirsz supo que tenían una tía viviendo en Estados Unidos y otra viviendo en Barranca, al norte de Lima. Intentó viajar a Norteamérica pero le indicaron que la cuota de visado para polacos era de al menos 10 años. Por ello, tomó la decisión de venir al Perú. Llegó con 20 años al país y trabajó durante un tiempo en la tienda de su tía en el norte chico.
“Yo ni sabía en donde queda Perú, ni sabía que había un país Perú. Tuve éxito en el trabajo acá, me ha ido bien. Conocí a mi mujer, Norma, poco después y me casé. Yo necesitaba casarme porque necesitaba hacer familia porque no tenía a nadie. Quería tener hijos, volver a hacer amigos sino para nada servía haber sobrevivido. Si me moría y no tenía a nadie era como si no hubiera sobrevivido. Hoy en día tengo a 30 personas con mi apellido”, relata Hirsz.
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Originario de: Vinnitsa, Rumania
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Edad actual: 87 años
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Contacto con la guerra: 9 años
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Escape de Europa: 15 años
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Profesión: Comerciante
Norbert Feiger nació hace 88 años en la ciudad de Vinnitsa, en la región de Bucovina, que por ese entonces pertenecía a Rumania. La pureza del aire y las aguas que por ahí transcurrían eran los principales atractivos para los miles de visitantes que cada año iban a visitar el lugar.
"Era como un balnerio, digamos. Encima había un bosque, bien bonito, era un sitio para cuando uno quiere ir de vacaciones, era un sitio bonito, allí yo había nacido, allí yo hice mi colegio en la escuela pública", cuenta Feiger desde su cálido departamento ubicado en el piso 11 frente al Golf de San Isidro.
A los nueve años, su vida dio un vuelco por completo. Era 1941 y Rumania era aliada del Eje, compuesto por la Alemania nazi y la Italia de Benito Mussolini. Luego de que los soviéticos abandonaran la región de Bukovina, el ejército rumano llegó a Vinnitsa y al sonido del trombón convocaron al pueblo para dar una noticia: “Tienen 24 horas para recoger lo que puedan e ir a la estación del tren”.
Norbert recuerda cómo fue obligado junto a su familia a subir a un vagón con capacidad para 20 pasajeros pero que iba atiborrado por 100 personas. Antes de darse cuenta, estaba en un campo de concentración en la región ucraniana de Kamenetz.
“Le puedo decir de que en el campo de concentración éramos como 500 personas. Dentro de la mala suerte, tengo que decir que hemos tenido suerte también porque a nosotros nos cuidaban los rumanos y 4 kilómetros más allá, cruzando la línea férrea, ya cuidaban los alemanes. Donde cuidaban los rumanos, algunos nos hemos salvado. Donde cuidaban los alemanes, ellos tuvieron el cuidado de liquidar a todos antes de retirarse”, recuerda.
En 1942, un brote de tifoidea provocó que el número de prisioneros se redujera de 500 a tan solo 80 a causa de la epidemia. Ante esta situación, el capitán de la compañía encargada del campo ordenó que nadie se acercara a los prisioneros. Los soldados se mantuvieron replegados en la casa de mando ubicada junto a la vieja base militar y a la granja colectiva que ahora fungía de campo de concentración mientras veían cómo los prisioneros iban muriendo lentamente.
"Con decirle que yo ni estuve presente cuando murieron mi padre (Enrique), ni mis abuelos. Lógicamente toda la gente estaba hecha un manojo de puros nervios, a veces nos peleábamos entre nosotros, entre todos. Era todo supervivencia. Usted no podía saber si iba a vivir mañana. Mejor dicho, peor todavía, usted estaba pensando en qué momento lo iban a matar”.
Feiger asegura haber sobrevivido gracias a dos personas: su primo y su madre, Adela. El primero había visto a los 10 miembros de su familia morir fusilados por tropas rumanas mientras se escondía en un bosque junto a su casa. En el campo de concentración tuvo a su cuidado a los caballos de los rumanos y otros animales de la granja, por lo que aprovechaba los turnos de alimentación de los animales para pasar a través de un hueco ollas de sopa que los soldados dejaban por no tener sal.
Su madre, por otro lado, trabajaba en las tierras del campo y por las noches los soldados le daban una jarra con más sopa para alimentarnos. "Por eso digo, si nosotros hemos sobrevivido ha sido por mi mamá".
La situación se mantuvo así hasta el 21 de marzo de 1944, cuando un soldado soviético ingresó y les dijo que eran libres, que hicieran lo que pudieran para sobrevivir. Tras ello inició una tortuosa búsqueda de refugio en un país que ya no era el mismo que habían conocido antes de llegar al campo de concentración.
Su madre tuvo que ingeniárselas como vendedora ambulante para mantener a Norbert, su primo y los pocos miembros de la familia que los acompañaban. Finalmente, dos años después de haber sido liberados, un hermano de su madre que se había establecido en el Perú en la década de 1930 pudo establecer contacto con Adela.
La familia Feiger pudo cruzar nuevamente hacia Rumania, debido a que el lugar donde estaban ahora pertenecía a la Unión Soviética, y desde ahí recibir el pasaje, las visas y un billete de 100 dólares que su tío consiguió tras obtener un préstamo que pagó por al menos los siguientes tres años.
"Mi tío tenía un amigo que se apellidaba Villanueva, funcionario del Banco de Crédito, y el año cuarenta y tantos él lo ayudó. En el año 1946 recibimos la buena noticia de que nos habían aceptado para que lleguemos acá. Entonces viajamos como tres meses y de eso ya hace 72 años".