Madres coraje en la pandemia

En medio del confinamiento para evitar el contagio de COVID-19, miles de mujeres salen a las calles para cumplir con los trabajos esenciales para el país. Esta es la historia de 8 madres que no han descansado un solo día. Algunas, por el riesgo de sus profesiones, han dejado de abrazar a sus familias.

POR: GLADYS PEREYRA COLCHADO

Foto: Leandro Britto

“Las emergencias siguen ocurriendo y los bomberos no podemos descansar”

Consuelo del Carmen
Ruiz Gonzales
55 años

Teniente brigadier del Cuerpo General de Bomberos Voluntarios del Perú
Jefa operativa de la compañía Andrés Román Gutiérrez 169


En medio de una pandemia que nos obliga a no abandonar la casa, Consuelo Ruiz ha dejado la suya. Bombero desde hace 25 años, hoy se dedica a tiempo completo a la compañía Andrés Román Gutiérrez, donde es jefa operativa y encargada de garantizar la seguridad de los otros diez voluntarios que siguen atendiendo incendios, accidentes y emergencias en el distrito de Ate.

“Nos hemos desprendido de nuestras casas. El miedo a contagiarnos y a nuestras familias es alto, así que nos quedamos acá. Algunos van a sus casas dos o tres días y luego vuelven”, explica a El Comercio.

Tal como ocurre con los médicos, policías o militares, los bomberos están en la primera línea de atención al ciudadano durante el estado de emergencia. Aunque no atienden directamente casos COVID-19, la naturaleza de su labor los expone a alto riesgo ya que no tienen equipos adecuados. Hasta la fecha, siete bomberos habían muerto por coronavirus y hay 87 infectados. En estas circunstancias, el cumplimiento de los protocolos de seguridad es indiscutible y ahí Consuelo aplica la misma rigurosidad como si se tratara de sus propios hijos. “Me tengo que asegurar que estén bien, esta es nuestra familia”, sostiene.

Consuelo del Carmen Ruiz Gonzales ingresó al cuerpo de bomberos cuando tenía 30 años y dos hijos pequeños. Aunque ya trabajaba en un banco y la tarea de cuidar a sus niños era demandante, incursionó en el voluntariado con el mismo entusiasmo que tenía a los 18, cuando cuidaba a niños de escasos recursos con discapacidad en una casa hogar. “Siempre me gustó ayudar y cuando les dije a mi familia que quería ser bombero se asustaron, pero me apoyaron en todo. Me levantaba a las 5 de la mañana, salía al banco, luego a la compañía. Los domingos también trabajaba. Me esforzaba porque era lo que quería”, recuerda. En el 2010 fue condecorada con el grado “Caballero de fuego” por su esfuerzo y dedicación en la bomba Carlos León Delgado - Santa Anita 138, de la cual es fundadora.

Hoy las emergencias han disminuido por la cuarentena, pero no lo suficiente para prescindir de los bomberos – solo entre marzo y abril hubo 1.693 incendios y 1.877 fugas de gas a nivel nacional–. Por eso, Consuelo sigue trabajando y su familia, por videollamada, la sigue acompañando.

Foto: Archivo personal

“No puedo abrazar a mis hijos, pero tengo que trabajar”

Meyci Diana
Alanya Vilca
37 años

Técnica en enfermería del área de cuidados críticos pediátricos del hospital Sabogal


En la primera noche de inmovilización social obligatoria, Meyci Alanya tuvo que viajar en un patrullero, un taxi, una motocicleta policial y patrullero de nuevo para llegar a casa luego de 12 horas trabajando en el hospital Sabogal. Sin transporte público disponible, la técnica en enfermería recurrió a los aventones para trasladarse del Callao a San Juan de Lurigancho en una ciudad casi desierta. Ese día fue el preludio de lo que se ha convertido su vida y su trabajo desde que la pandemia de COVID-19 llegó al país.

“Si antes me levantaba a las 4 de la mañana hoy lo hago a las 3. Entramos una hora antes para salir antes del toque de queda”, cuenta. En las mañanas, usa hasta cinco medios de transporte para llegar a tiempo al hospital: mototaxi, corredor, colectivo, bus y combi. El viaje es lo menos complicado de su día. Desde hace un año trabaja en el área de cuidados intensivos pediátricos, pero con el coronavirus la carga laboral y emocional se ha incrementado.

“Hace unas semanas mi papá me pidió que deje de trabajar por el peligro. Como soy tercerizada, no tengo ni seguro y las medidas de seguridad son insuficientes, pero hace muchos años decidí estudiar esta carrera porque me encanta”, dice. Sin embargo, el miedo está ahí. Hace semanas que no abraza ni besa a sus hijos, de 9 y 6 años. Por medida de seguridad, ellos se mantienen en el segundo piso de su casa con los abuelos y ella se queda en el primero. Pese a las nuevas reglas, se da tiempo para ayudarlos en las clases virtuales aunque solo tienen un celular – el suyo –, para recibir y enviar la tarea. “Es muy complicado seguir el ritmo.

Afortunadamente la profesora de mi hijo se enteró que soy personal de salud y nos apoya si no podemos entregar a tiempo los trabajos”, cuenta. Para Meicy, el trabajo de madre y el del hospital no tiene tregua, aun así, está muy orgullosa de los dos. El siguiente paso, dice, es que retomar la universidad que dejó en sus primeros años de maternidad y complementar sus estudios técnicos. “Solo nos queda esperar que esto pase”, repite para sus hijos y para ella misma.

Foto: Anthony Niño de Guzmán

“No podemos cerrar el comedor porque hay mucha gente que lo necesita”

Mariela Buitrón
Jiménez
29 años

Presidenta del comedor solidario Nueva Casuarina en San Juan de Lurigancho


El día que empezó el aislamiento social obligatorio por COVID-19, el comedor solidario de la agrupación familiar Nueva Casuarina de San Juan de Lurigancho dejó de funcionar. Aguantaron uno, dos, tres días cerrados hasta que la necesidad los obligó a reabrir. ¿Qué pesa más, el hambre o el miedo al contagio? Mariela Buitrón, presidenta del comedor ubicado en un cerro sin luz, agua y desagüe, sabe la respuesta.

“Nos tocaron la puerta muchas personas que se quedaron sin comida. No podíamos dejarlos así y el jueves 19 de marzo volvimos a cocinar “, cuenta a El Comercio.

Sin embargo, las ganas de ayudar no siempre van de la mano con los recursos con los que se cuentan. Mariela y la otra veintena de madres de familia que colaboran en el comedor se enfrentaron a la falta de insumos para alimentar a más de 100 personas.

“Nos dejó de llegar los víveres que manda la municipalidad, pero los vecinos donaron lo que tenían, traían condimentos, papas, algunas empresas también nos ayudaban y el padre de la parroquia San Marcos nos mandó pollo”, dice. Este apoyo solidario les ha permitido seguir operando, pero es insuficiente. Según cuenta, aunque el padrón oficial de beneficiarios considera solo 80 raciones, llegan a distribuir entre 100 y 120 platos. El otro reto es evitar el contagio. Para ello, han habilitado un balde con agua y jabón para lavarse las manos, entregan la comida con distanciamiento y utilizan mascarilla y guantes, aún así se necesita ayuda para dotarles de implementos de seguridad ante el riesgo que asumen todos los días.

El tercer desafío es cuidar a sus familias y esto incluye la educación de sus hijos. Mariela tiene dos, de 11 y 5 años, a quienes les ayuda con las clases virtuales. El problema es que no tienen equipos electrónicos adecuados para ello. “Muchas familias no tienen ni celular para recibir las clases y enviar las tareas. A veces nos da ganas de tirar la toalla porque no estamos preparados”, lamenta.

Quien desee apoyar al comedor solidario puede comunicarse con Mariela Buitrón al 935-536-432.

Foto: Hugo Pérez

“Es el momento de demostrar de qué estamos hechos”

Jhuliana Díaz
Rojas
37 años

Mayor del Ejército Peruano


“Estamos preparados para la guerra, pero no para algo como esto”. La mayor Jhuliana Díaz Rojas tiene 15 años en el Ejército Peruano, ha lidiado con invasiones, deforestación de la selva peruana, conflictos sociales y ahora es parte de la primera línea de combate contra el coronavirus COVID-19, un enemigo silencioso que por primera vez la ha separado de su familia.

En enero de este año, la mayor se mudó de Tarapoto a Lima junto a su esposo e hijas para participar en la maestría de la Escuela Superior de Guerra del Ejército. Sin embargo, con el inicio de la pandemia las clases se suspendieron y fue llamada a integrar las patrullas del Comando de Educación y Doctrina del Ejército (Coede) para salir a las calles durante el estado de emergencia y verificar que se cumpla el distanciamiento social. El día que empezó esta labor, la mayor volvió a mudarse – esta vez sola– a la sede de Coede, donde están alojados los militares que se arriesgan a ser contagiados de COVID-19. “No podemos exponer a nuestros hijos. Hace más de 50 días que no veo a mis niñas, solo por videollamada”, cuenta.

Pese a este sacrificio, cumple la tarea con determinación. En turnos de 6 horas, bajo el sol de un otoño con 28°, la mayor Díaz verifica pases, identifica a quienes aún circulan por las calles y apoya a la Policía Nacional, aunque no siempre reciba el mismo trato de la población. “La gente es indolente, quieren sacar la vuelta, usar permisos que no les corresponde, poner excusar para salir. Hasta cierto punto se puede entender que el confinamiento estresa, pero tenemos que persistir hasta el final sino todo el trabajo será en vano”, enfatiza.

La cuarentena para evitar el contagio del coronavirus lleva casi dos meses con la mayoría de peruanos en sus casas, pero como ella, médicos, bomberos y otros profesionales siguen afuera cumpliendo su deber. Con el número de muertos en constante crecimiento y el temor a flor de piel, Jhuliana asegura que solo queda resistir. “Esta pandemia nos ha marcado a todos en lo laboral y personal. Como mujer y madre me ha separado de mis hijas, pero hay afrontarlo. Es el compromiso que tengo con el país. Hemos vivido varias crisis y pese a ello hemos salido adelante. Esta es una oportunidad para demostrar de qué estamos hechos”, sostiene.

Foto: Angela Ponce

“Ser maestra es tener vocación de servicio y toca reinventarnos todos los días”

Carla Palacín
Melgar
35 años

Docente del colegio Fe y Alegría de El Agustino


Carla tiene más de 100 hijos. Dos nacieron de ella y el resto son sus alumnos del colegio Fe y Alegría. Para ella, estos menores también son parte de su familia y, como ocurre con muchas familias separadas durante la cuarentena, el teléfono se ha convertido en su aliado para seguir conectados.

“Me estoy reinventando cada día para poder mantener esa cercanía con mis estudiantes. Quiero que ellos sean buenos ciudadanos, que generen cambios en la sociedad”. Es maestra de Desarrollo Personal, Ciudadanía y Cívica en tercero, cuarto y quinto de secundaria, aunque reconoce que ha establecido una conexión especial con los que están a punto de terminar el colegio porque los acompaña desde el primer año. Con ellos ha desarrollado un grupo de liderazgo con proyectos en favor de la comunidad.

Carla asegura que su labor incluye contención emocional con los adolescentes, escucharlos y orientarlos, especialmente en esta etapa de confinamiento con COVID-19. “Hay muchachos que se sienten a salvo en el colegio. En los hogares pasan muchas cosas, violencia familiar, violaciones que ellos no cuentan por miedo o vergüenza. Por eso los maestros tenemos el reto de estar presentes”, dice. El Whatsapp y las videollamadas son sus aliados en estas circunstancias.

El reto de mantener las clases y la orientación a distancia también ha modificado su hogar, tarea en la que ha integrado activamente a sus dos hijos. “Mi Santiago, de 11 años, es mi camarógrafo y crítico de mis materiales. Mi Camilita, de 3 años, me ayuda pintando los cartelitos de clases. Nos hemos convertido en un equipo”, cuenta.

Durante las madrugadas, cuando sus hijos duermen, investiga y diseña sus clases. Es su momento privado. Esto porque durante el día tiene que dictar, cocinar, limpiar, hablar con sus alumnos y ayudar a sus hijos en sus propias clases. Es un trabajo a tiempo completo, pero incluso así tiene tiempo para jugar y bailar con sus niños. “Ser maestra es tener vocación de servicio, tener corazón y una gran responsabilidad, más aún si eres mamá. Quiero que mis chicos afronten con resiliencia, creatividad, pasión y empatía este mundo que está cambiando y necesita pensarse de forma comunitaria”, sostiene. Ella, que también estudió en el colegio Fe y Alegría, ya está haciendo el cambio.

Foto: Alessandro Currarino

“Todo lo que hago es para sacar adelante a mis hijos”

Dina Antonina
Chipana Torres
47 años

Conductora del Metropolitano


Con la firme meta de hacer profesionales a sus tres hijos, Dina Chipana se ha dedicado a manejar buses de transporte público y camiones en una sociedad que aún ve con sorpresa a una mujer en el timón. Hoy es conductora del Metropolitano, servicio que no ha parado un día durante el estado de emergencia para enfrentar el COVID-19.

La relación de Dina con el transporte público inició cuando tenía 14 años de la mano de su padre, conductor de la desaparecida Enatru Perú. Con él aprendió a manejar y a ser hábil en el mundo de los vehículos. Sin embargo, no fue hasta los 25 que tomó la conducción como su profesión.

Su primera experiencia fue en una empresa de buses que cubría la ruta Chorrillos - Villa María Del Triunfo. “Todo este tiempo he estado trabajando con el solo fin de poder educar a mis hijos. Yo era madre y padre para ellos y tenía que sacarlos adelante a los tres”, cuenta. En la época en que sus hijos eran niños, Dina soportaba turnos de entre 15 y 18 horas, salía a las 4:30 de la mañana y se apoyaba en su madre para cuidarlos. El trabajo dentro y fuera de la casa era arduo, pero el propósito lo ameritaba, dice.

Años después, con dos de sus hijos en la universidad, Dina decidió cambiar de empresa y mejorar las condiciones laborales y reducir las horas en el timón. Así llegó a la operadora Lima Vías del Metropolitano en el 2015. Desde entonces, no ha parado ni durante la cuarentena.

Con las nuevas condiciones por el COVID-19, sale protegida con mascarillas, guantes y una barrera de plástico para proteger el asiento del conductor; sin embargo, su seguridad también depende de los pasajeros. "Hay muchos usuarios que no toman conciencia de lo que está pasando, usan la mascarilla de adorno, se sientan y se la ponen al cuello. Tengo que ponerme fuerte porque nos ponen en riesgo”, enfatiza.

Dina Chipana es una de las ocho mujeres que trabajan como conductoras en las rutas troncales y alimentadoras del Metropolitano. Este servicio también requiere de inspectoras que guíen a los pasajeros. En la Estación Central trabaja Claudia Ríos Saldaña, de 27 años, madre de dos niños. Ella también lidia con la malcriadez de algunos. “Hay que estás detrás como niños chiquitos, no hacen caso e incluso me han empujado. No entienden que si ellos no se cuidan, nos afectan a nosotros”.

Foto: Hugo Curotto

“Con disciplina y empeño podemos sacar a nuestros hijos adelante”

Laura Amparo
Raza López
38 años

Inspectora de la Gerencia de Movilidad Urbana de la MML y encargada de grupo


Los días sin tráfico se terminaron. Pese a que la cuarentena por coronavirus sigue vigente, los vehículos han vuelto a llenar calles y avenidas en la capital. Sin embargo, aunque cada día parece que hay más autos, lo cierto es que nunca se fueron. Tampoco los inspectores municipales de tránsito urbano. Entre ellos está Laura Raza López, quien desde hace 11 años trabaja para ayudar a que no colapse el tránsito en el Centro de Lima.

¿Es posible un Centro de Lima sin caos vehicular? Aunque las tareas de Laura están dirigidas a acelerar el tránsito, dependen mucho de la respuesta de los conductores. Desde que entró a la Gerencia de Movilidad Urbana (ex Gerencia de Transporte Urbano - GTU), en el 2009, ha soportado reclamos, insultos e intentos de agresión de parte de choferes. Con la pandemia, la situación no ha cambiado del todo.

“Al principio los carros respetaban la cuarentena y teníamos el Centro más limpio y ordenado, pero ahora mucha gente viene con sus vehículos y no les importa nada”, cuenta.

Pese a ello, Laura Raza está orgullosa de su trabajo porque le ayuda a pagar los estudios de su hija. Viuda desde que tenía 25 años y su hija cinco, también ha sido el principal sustento de sus seis hermanos. Cuando habla de esto, no hay pesadumbre en su voz. Más que una vida dura, es una de retos. “He ido creciendo y aprendiendo de a pocos, con cursos y capacitaciones constantes. Fui motorizada y ahora soy encargada de grupo de 37 inspectores”, enfatiza.

Laura dice que quiso ser profesora de inicial para enseñar a niños, aunque ahora se dedica al tránsito urbano, su trabajo tiene mucho de educación. “Sensibilizamos a las personas y tratamos de hacerles entender que el ordenamiento vial es para el bienestar de todos”.

Foto: Anthony Niño de Guzmán

“La emergencia va a pasar, pero hay que poner de nuestra parte”

Bernardina Ochoa
Santisteban
55 años

Subgerente de serenazgo de Magdalena del mar
Suboficial superior PNP en situación de retiro


De todas las municipalidades de Lima Metropolitana, solo una tiene en la jefatura del serenazgo a una mujer. Bernardina Ochoa Santisteban comanda un equipo de 200 serenos en Magdalena del Mar, cargo que la mantiene en la primera línea de atención distrital durante la cuarentena por coronavirus.

“Cuando todos están en su casa, el serenazgo está en las calles, dedicándonos a tiempo completo a los vecinos”, dice.

Todos los días, a las 6:45 a.m., Dina, como prefiere que le llamen, pasa lista al escuadrón de turno. Son cuarenta serenos, entre varones y mujeres, de entre 20 y 30 años, a quienes se les toma la temperatura antes de empezar la jornada. Aunque los actos delictivos han disminuido por el estado de emergencia, estos jóvenes se encargan de resguardar las calles del distrito, evitar las aglomeraciones, escuchar las quejas, consultas o recomendaciones de los vecinos y hasta cantarles feliz cumpleaños (hace dos semanas empezaron con esta iniciativa para los niños del distrito).

Ellos se encargan de los vecinos y Dina de ellos. “Son como mis hijos”, asegura. Estos días de cuarentena, trabaja unas 12 horas, en turnos de mañana o de noche. Pese a que pasa más tiempo en la base de seguridad ciudadana y encabezando patrullajes, se organiza para estar también junto a su esposo e hija.

Dina entró a la Guardia Civil (hoy Policía Nacional del Perú) en 1983, cuando aún no alcanzaba la mayoría de edad. Luego de 26 años y medio de servicio, dejó la institución, pero no su vocación. Ha sido policía de tránsito, jefa de la unidad de investigación de accidentes viales, de la oficina de participación ciudadana y, de civil, líder de cuerpos de serenazgos en San Borja, San Isidro, La Molina y Villa María del Triunfo. Sin embargo, no olvida su primer trabajo: “En 1984, estuve en un albergue para niños abandonados que funcionaba en Jesús María. Era la época del terrorismo y los menores venían de provincia. Los cuidábamos, les dábamos de comer, los dormíamos y hasta lavábamos su ropa”, cuenta. Hoy, en medio de una pandemia, agradece tener a su familia y a su equipo sano. “Gracias a Dios no tenemos ningún infectado. La emergencia va a pasar, pero hay que cumplir las medidas de seguridad”, enfatiza.