María del Carmen Yrigoyen
A la calle Los Olmos, en Canto Bello, San Juan de Lurigancho, se le conoce ahora como el ‘barrio chamo’. Es una vía tranquila con un par de cuadras y pocos negocios. Hay una cancha de fútbol con gras artificial y dos bodegas. Hasta el año pasado había también un hotel sin estrellas ni nombre visible. Hoy se ha transformado en una pensión donde viven 45 familias venezolanas. “El barrio es más alegre con ellos. Son gente sana, muy trabajadora. No hacen problemas”, dice Julio Bendezú, dueño de una de las tiendas.
Casi frente a su negocio, en la cuadra 2 de Los Olmos, está la casa de René Cobeña, un peruano de 50 años dedicado al negocio textil. Solía exportar su producción a Caracas antes de que la crisis azotara al país llanero. El año pasado, Lily, su instructora de gimnasio, venezolana, le contó que nueve parientes suyos migrarían a Lima, aunque aún no tenía lugar donde recibirlos. Cobeña les abrió la casa.
Al cabo de unos meses, cuando ya estaban más estables, se mudaron al hotel de la cuadra. Pero otros nueve parientes y amigos se unieron a la ola migratoria y ocuparon sus puestos. Entonces, Cobeña decidió convertir su vivienda en el primer albergue temporal gratuito para migrantes. “Por acá han pasado unas 400 personas”, dice. Y cuenta que está coordinando la inauguración de un segundo refugio, en San Hilarión, San Juan de Lurigancho.
Actualmente hay unos 60 albergados, 20 de ellos son niños. “Las camas se comparten. Lo importante es que haya un techo”, dice Nerio Sosa, uno de los beneficiados.
La mayoría de quienes llegan al albergue consigue luego un cuarto en la misma urbanización. Lo hacen por la cercanía a la avenida Canto Grande, una de las principales del distrito. Quienes no encuentran un trabajo formal y estable optan por vender limonada, jugo de maracuyá, arepas, bombas y sándwiches en esa avenida.
Los hijos de la instructora de Cobeña, Súker, de 25 años, y Azucena Alvarado, de 22, se dedican ahora a preparar bombitas a pedido. Sus clientes son, principalmente, los venezolanos del albergue, que revenden los bocaditos de manera ambulatoria. Los hermanos aceptan pedidos de al menos 15 bombitas. Pero hay quienes demandan hasta 100.
Se levantan todos los días a las 6 a.m. (a veces a las 7 a.m., cuando el albergue está copado y hay gente durmiendo, a colchón tirado, incluso en la cocina) y cruzan la calle hacia el albergue de Cobeña, donde este ha implementado una cocina industrial para que los migrantes puedan ‘recursearse’. Súker y Azucena amasan y fríen los bocaditos hasta las 3 p.m.
Por la tarde dejan la cocina libre a otro compatriota emprendedor. Hasta hace unos meses, Giovanni Camacaro, un estudiante de ingeniería agrónoma, transformaba el lugar en una fábrica de pan dulce. “Mi universidad cayó a paro y comencé a dedicarme a esto desde octubre”, comenta. Su madrina tenía una pastelería en Estado Portuguesa, Venezuela, y ahí estuvo trabajando hasta febrero, cuando cogió una mochila y vino a Lima. Pero Camacaro ha conseguido ahora un trabajo más acorde a su carrera y solo viene de visita los fines de semana.
Junior, el esposo de Azucena, también ayuda con la preparación de las bombitas. Aunque el trabajo fuerte para él comienza a las 6 p.m. A esa hora empuja el carro sandwichero hasta la avenida Canto Grande y se pone a vender hamburguesas a la gente que vuelve de las oficinas.
Antes de venir al Perú, vivían en Acarigua, ciudad ubicada a cinco horas al oeste de Caracas. Junior era taxista, Súker era futbolista profesional y Azucena se dedicaba a su bebe de 2 años, Brenda.
La pequeña no ha tenido mayores problemas para adaptarse. “Mi Pe-ú”, dice la niña, que viste la camiseta de la selección con el número de Cueva. Ahora juega en la sala, que por las noches se convierte en área de campamento para los recién llegados. En la pieza hay unas cuantas sillas de plástico blancas y algunos reposapiés que fungen de bancos. Hay una tele y, a menos que haya un partido de fútbol, nadie cambia de canal: HTV con videos musicales todo el día.
Algunos almuerzan frente a la tele. Otros lo hacen sentados en el patio, donde hay una lavadora que funciona sin descanso. La ropa cuelga de un solo y largo cordel, de manera muy apiñada. Y, pegados a las paredes, hay varios papeles con los logos de “Dely bomba” y “Dely Arepa”. Los diseños incluyen banderas peruanas y venezolanas cruzadas como símbolo de amistad.
Un billete de 100 bolívares ha sido colocado en el marco de la puerta de la cocina. Hoy, con una inflación por encima de los 13 mil puntos, ese papel no vale nada. Solo sirve para la añoranza y la decoración.
Junior tiene 2.500 bolívares en su canguro. “Esto antes era un montón de plata. Con Chávez 150 bolívares alcanzaban para comprar una computadora. Ahora para comprar una caja de huevos se necesitan al menos 800.000 bolívares”, se queja.
A las 6 p.m. vuelve al barrio la mayoría de los venezolanos que han conseguido trabajos administrativos.
–¡Chamo!
–¡Pana!
–¡Marico!
Se sientan en la vereda y se quedan conversando con una Coca Cola o un jugo en la mano. “Estuvo muy arrecho”, comenta uno. Nadie voltea extrañado. Ya saben que el ‘arrecho’ de los venezolanos es nuestro chévere, paja o bravazo.
Desde el 2016, más de 330 mil venezolanos han venido al Perú en bus, avión o bicicleta. Algunos solo de paso. El 85% de los que optaron por quedarse acá radica en Lima. Según la Organización Internacional para las Migraciones de las Naciones Unidas (OIM), Los Olivos es el distrito con la mayor concentración de venezolanos: 10,9%. En San Juan de Lurigancho reside el 4,8%.
“El domingo fuimos en grupo al Circuito Mágico del Agua. Había puro venezolano. Fue como estar en casa”, asegura Súker.