El comercio

Frente a ello, la Policía colocó en los colegios más vulnerables a un agente con la misión de orientar y cuidar a los menores. Esta es la historia del suboficial Maicol Crispín.

Por: Rodrigo Cruz

Son poco más de las 4:30 a.m. y el portero del condominio en la urbanización La Campiña, en Chorrillos, nos dice que mejor pasemos, que es más seguro estar dentro del edificio en lugar de esperar afuera. Aquí los delincuentes, afirma, no creen en nadie. De modo que abre la puerta y nos pide que esperemos un momento en la entrada: “El señor Crispín no demorará. Siempre se despierta a la misma hora”. Y, en efecto, a los minutos suena el celular: Crispín nos pide que subamos al segundo piso, que en unos minutos estará listo. El portero nos enseña el camino, pero nos pide que por favor subamos en silencio. Es fácil encontrar el departamento del suboficial: es el único que tiene la luz encendida en el pasadizo. Crispín abre la puerta y nos da la bienvenida. Viste jeans, zapatos y un bividí blanco. Pareciera que en él no hubiera una señal de cansancio. Está lúcido, como si fuera el mediodía, pero es la madrugada de un martes cualquiera de diciembre. “Cinco minutos y salimos”, nos dice mientras se abotona la camisa.

Crispín nació en Cerro de Pasco y en octubre cumplió 30 años. Es suboficial de tercera de la policía, es decir, el más joven y último eslabón en la cadena de mando de su institución. En el 2020, nos cuenta, dará su primer examen de ascenso. Dice que se hizo policía porque, a diferencia de otras profesiones, esta es la que tiene más contacto con la sociedad. Esa vocación de servicio, afirma, la aprendió de sus padres y sobre todo de un tío que, como él, también se puso el uniforme. Hace cinco años egresó de la escuela y desde entonces trabaja en el Callao. Primero, estuvo en el Escuadrón de Emergencias, y desde el 2016 sirve en la comisaría de La Perla, en la Oficina de Participación Ciudadana. Para llegar a tiempo, el suboficial dice que es indispensable que salga de su casa a las 5 a.m. en punto. Luego, toma una coaster que lo acercará al Metropolitano, después un bus y finalmente una combi hasta la Av. Santa Rosa. En total, un viaje de 22 kilómetros a través del caótico tráfico de Lima.

Crispín vive con su esposa Pamela, a quien de cariño le dice “Bulma”, como el personaje de “Dragon Ball”. En su sala, hay dos cuadros de ese dibujo que de alguna manera los presenta: Bulma es pareja de Vegeta, el príncipe de los sayayin, quien haría cualquier cosa con tal de defenderla. ”Yo siempre le digo que tiene que volver a casa", nos dice Pamela, quien se ha despertado ante nuestra visita. Ella, que es de la misma edad que Crispín y trabaja como asistenta social, dice que es consciente de los riesgos del trabajo de su esposo. Sin embargo, se siente orgullosa de lo que hace. La noche anterior, ambos se quedaron despiertos pasada las 12 organizando un álbum de fotos de sus últimos viajes. Han estado en Huánuco, Churín, Cajamarca, Piura y recientemente en Cusco. En agosto cumplieron un año de casados. Crispín prefiere no decirlo, pero teme que llegue un día en que no pueda regresar a verla. Por eso, antes de irse siempre le da un beso en los labios como sucedió esta misma mañana.

Quien lo viera no creería que es policía. Crispín sale de su casa vestido de civil con una mochila en la espalda. De pie en el paradero, con sus lentes y cabello corto, parece más un oficinista o estudiante con cara de bondadoso. Ya dentro de la coaster, se confunde entre los pasajeros mientras avanza por conseguir un asiento. Él dice que aprovecha el trayecto para repasar sus charlas. Hoy, por ejemplo, le toca hablar sobre el daño que hacen las drogas a los alumnos de primaria. Sucede que Crispín no cumple una función policial cualquiera: desde la primera semana de marzo, es uno de los 21 tutores policiales que existen en el Callao. Se trata de un programa piloto —el primero de este tipo— que creó la Región Policial con la Dirección Regional de Educación. El propósito: orientar y cuidar a los menores en los colegios más vulnerables por la violencia. Pero en la práctica el trabajo de los tutores es más que eso.

El programa es una respuesta a las alarmantes cifras de menores de edad metidos en la delincuencia en el primer puerto. En los últimos cinco años, no hubo un menor de edad que al día no haya sido intervenido por participar en un delito. Solo en el 2019, se desarticularon 204 bandas que tenían al menos un menor entre sus integrantes. Y si hablamos de muertos, ya van seis niños fallecidos en medio de una gresca con arma de fuego. Las causas detrás de esta realidad son diversas: violencia en la casa, abandono escolar, padres ausentes (varios de ellos por estar en prisión), calles inseguras, falta de espacios públicos, pobreza y una predominante cultura de la violencia, entre otras. También están el enfrentamiento entre barrios, la lucha por el comercio de drogas, la corrupción, la escasez de oportunidades, etc. Y de igual modo, un factor social: menores que crecen con el estigma de que un día acabarán metidos en la delincuencia por vivir en un lugar determinado. Crispín lo sabe y a eso también se enfrenta.

Son las 7:30 a.m. y el suboficial ya está en la puerta del colegio José Olaya Balandra. La única herramienta que tiene en su mano es un detector de metales. Su primera tarea del día es asegurarse de que los alumnos no ingresen con algún tipo de arma a la escuela. Ya ha sucedido: los profesores nos cuentan de un caso en el 2018 en que se encontró un revólver en el baño. De modo que revisa a cada uno de los que pasan. Pero no lo hace de una manera agresiva. Al contrario, trata de ser amistoso. Él dice que el secreto en su trabajo está en ganarse la confianza de los niños. Muchos lo saludan y lo abrazan, sobre todo los más pequeños. “Buenos días, Crispín” —o simplemente “Crispi”—, le dicen mientras son revisados en el portón del colegio.

El Olaya queda a dos cuadras de la comisaría de La Perla. Sin embargo, es uno de los planteles con mayor índice de violencia escolar, según reconoce Jaime Alvarado, director de la institución educativa desde hace diez años. Hay un promedio de 500 alumnos. Entre los que pasaron por sus aulas recientemente, destacan los jóvenes futbolistas Jeremy Escate y Marco López. También hubo miembros del crimen organizado. Basta decir que ahí estudió el narcotraficante Gerson Gálvez Calle, 'Caracol'.

Un colegio de todos los barrios

El colegio José Olaya no discrimina a la hora de recibir alumnos. Ellos vienen de barrios como Loreto, Carrillo de Albornóz, San Judas Tadeo, Castilla, entre otros.

Inseguridad en las calles

De acuerdo al INEI, ocho de cada diez chalacos dicen sentirse inseguros al momento de salir de sus casas. Tres de cada diez, dicen que han sido víctimas de un hecho delictivo durante el 2019.

Primera tarea

Lo primero que hace el suboficial Maicol Crispín en el Olaya, es asegurarse que los alumnos no ingresen con algún tipo de armas. En el 2018 se encontró un revolver escondido en el baño, cuentan los profesores.

Fórmula de trabajo

El suboficial dice que el secreto para ganarse la confianza de los menores es tratarlos con atención y respeto. Muchos de ellos, sobre todo los más niños, lo reciben con abrazos cuando llega al colegio.

Además, fue el colegio al que asistieron las ‘hienitas’. Cuando se le pregunta a un policía sobre un caso que ejemplifique los datos descritos, la respuesta suelen ser ellos. En marzo del 2019, un grupo de menores chalacos (entre 13 y 14 años) fueron retenidos luego de diversas denuncias de vecinos que indicaban que habían formado una banda que robaba, entre otros, a choferes del servicio de taxi por aplicación.

Los niños provenían de hogares pobres con familias disfuncionales, donde el común denominador era tener a algún pariente en la cárcel o miembro de una banda de la zona. Al mismo tiempo, un hambre por obtener dinero fácil y consumir drogas.

Estos menores utilizaban una réplica de una pistola automática, llamaban al taxista —quienes se acercaban tal vez confiados en su condición de infantes—, los agredían y les arrebataban sus celulares y, de ser posible, sus billeteras. Luego, corrían a sus escondites y en la noche despilfarraban lo obtenido. Generalmente, operaban en el barrio de San Judas Tadeo.

"Soy menor de edad, soy menor de edad", dijeron los niños cuando fueron intervenidos por los policías. Más que un reclamo, es un canto a la impunidad: saben que por su edad son inimputables. Lo mismo tienen en cuenta delincuentes mayores que reclutan a jóvenes como ellos para el sicariato, aunque en la práctica son la carne de cañón.

Además del robo, las ‘hienitas’ se dedicaban a la microcomercialización de drogas. En sus brazos y manos, llevaban tatuajes con los nombres de sus familiares o distintivos de sus barrios. Algunos tenían una prótesis de metal en los dientes para aparentar una imagen más violenta. De acuerdo con un policía en la zona, bajo las condiciones en que estos menores viven, es frecuente escuchar que su aspiración final es la de acabar pintados en un mural o en una camiseta. Es su manera, dice el agente, de alcanzar la gloria en el barrio.

Inmortalizados en el barrio

Al sur del Callao, está retratada esta imagen en memoria de "Toñito". Se trata de una manera común de recordar a los fallecidos en el primer puerto.

Vigilancia frecuente

En el 2015 se declaró en estado de emergencia al Callao a razón de casos que conmocionaron a la opinión pública como el de "Caracol" y "Oropeza". Desde entonces se ha reforzado la vigilancia.

Clima de pobreza

Falta de espacios públicos, escasez de oportunidades y una pobreza predominante, son algunos de los factores que generan los índices de delincuencia en el Callao.

Menores en riesgo

La deserción escolar, un ambiente hostil en la casa y padres con problemas con la justicia, representan ciertas causas por las que los menores optan por pasar más tiempo en la calle que en las aulas o en sus hogares.

El día de Crispín continúa repartiendo el desayuno. Con ayuda de una carretilla, pasa por cada salón para dejar los alimentos de Qali Warma. Luego, toca el momento de dar sus charlas. Al mismo tiempo, debe estar atento a cualquier incidencia. Por ejemplo, esta mañana dos alumnos de primaria se agarraron a golpes durante el recreo. Crispín se acerca, habla con los dos y consigue que se den la mano y continúen jugando. También conversa con los profesores. Por ejemplo, hablan sobre las constantes ausencias de una alumna a clases. A simple vista, parecieran acciones cotidianas en una escuela cualquiera. Pero en el Olaya es diferente.

El director Jaime Alvarado nos cuenta que en este colegio hay varios padres presos, madres adolescentes o familiares con problemas con las drogas. Aunque acota que hay “un buen grupo de padres responsables”. El Olaya no discrimina, así vengan alumnos de barrios rivales. Aquí se inscriben menores de Vigil, Loreto, Carrillo de Albornoz, San Judas Tadeo o Atahualpa. “Nosotros priorizamos la convivencia democrática”, precisa Alvarado.

Al principio, el suboficial era visto con desconfianza. ¿Un policía en un colegio? ¿Para qué? Era un comentario común entre los padres. Sin embargo, con el tiempo se dieron cuenta de que su presencia era una garantía para la seguridad de sus hijos. A Crispín no le enseñaron en la escuela hacer este trabajo. Quince días antes de que empezara como tutor policial, recibió una capacitación y a veces tiene que sacrificar sus días de descanso para seguir estudiando sobre cómo atender mejor a los niños. Esto, a pesar de que trabajar como tutor policial no brinda puntos para conseguir un ascenso. Sin embargo, dice que volvería a hacer este trabajo.

“Antes un policía era visto como un individuo represor, pero ahora lo ven como un amigo. A Crispín le cuentan sus cosas. Le piden asesoría”, sigue contando el director.

Pero el camino sigue estando cuesta arriba. El 2019 cerró como el año en que más menores de edad fueron intervenidos en el Callao en el último lustro. Un promedio de dos al día. Además, todavía es muy pronto para saber los efectos del programa tutor policial, del que no se sabe si continuará este año. Sin contar con los problemas de infraestructura que tiene el colegio. Por ejemplo, las aulas y losas deportivas se encuentran en mal estado.

—¿No se van a quedar para el box?

Son casi las cuatro de la tarde y Crispín nos cuenta que el colegio ha impulsado una serie de actividades para que los alumnos después de clases continúen con ellos. Por ejemplo, jugar fútbol o tocar en la banda. Hoy es el turno del box. En el fondo, se escucha un taxi guinda destartalado que se acerca al Olaya. El chofer levanta la mano y saluda a Crispín. Un grupo de alumnos corre detrás del vehículo, algunos logran meterse y se pierden al fondo del pabellón sonrientes. El suboficial va con ellos. Los acompañará hasta que termine el entrenamiento. Luego, volverá a la comisaría para hacer un informe de la jornada. Se quedará hasta las siete de la noche para después recorrer esos 22 kilómetros de regreso hasta Chorrillos. Al día siguiente, como siempre, tendrá que levantarse a las 4:30 de la mañana.