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El reencuentro de la selección de vóley de Seúl 88, a 30 años de la medalla de plata

“¿Todavía te queda?” Todas, sin excepción, se hacen la misma pregunta al enseñar sus camisetas. Unas las guardan en el baúl de los recuerdos (en el sentido literal y figurado); otras las lavan cada cierto tiempo para evitar que la humedad de Lima arruine las partes blancas (la palabra “Perú” y el número que llevó cada una se cosieron en ese color); y otras se las prestan de vez en cuando a sus hijas. Si esto no es amor a la camiseta, nada lo es. Natalia Málaga va un paso más allá: conserva decenas, quizá centenares. Una por cada campeonato donde participó. Pero ninguna se compara a la de los Juegos Olímpicos de Seúl. Un setiembre de 1988 que ni ellas, ni nosotros, hemos podido olvidar.

Treinta años atrás, un grupo de doce mujeres nos hizo rozar la gloria: lo más alto que un equipo ha conseguido llegar en la historia del deporte nacional. Ganamos una medalla de plata en la final de vóley. El oro se fue para la URSS. “El primer factor en contra fue la altura de las soviéticas; el segundo, la suerte”, declaró en aquel momento el inigualable entrenador coreano Man Bok Park. El tiempo ha sanado algunas heridas. El recuerdo perdura, pero también lo hace -principalmente- la amistad.

A propósito del aniversario de Seúl, reunimos a cinco de las jugadoras emblemáticas en una sesión de fotos donde se reencuentran con el deporte que les cambió la vida para siempre: el vóley. Cecilia Tait, Gina Torrealva, Alejandra De la Guerra, Natalia Málaga y Katherine Horny se vuelven a juntar en la cancha para recordar anécdotas de aquellas Olimpiadas (Gina Torrealva llevó Sublimes y galletas, por ejemplo) y celebrar la unión que mantienen desde entonces. No, no tienen un grupo de Whatsapp. Pero tal vez no lo necesiten: verlas juntas es como ser testigo de que el tiempo se detiene. Ríen, se llaman por apodos, se abrazan; pero sobre todo ríen. Y hablan: es imposible pedirles un minuto de silencio.

¿Para qué hacerlo? Una historia como la suya merece ser contada.

Más de 45 mil personas recibieron a las chicas en el Estadio Nacional. Las subcampeonas dieron tres vueltas con la medalla en el pecho.

Nora Sugobono

PERIODISTA

En su cancha

En setiembre de 1988, un grupo de mujeres con garra y compromiso llegó al podio de los Juegos Olímpicos de Seúl. El vóley peruano se hizo de una medalla de plata: el mayor logro deportivo del país en los últimos 50 años. Este es el presente de una selección que tocó la gloria.

Es la segunda vez que Gina Torrealva se pone la medalla. El terciopelo azul de la caja, casi intacto, lo confirma. “XXIV Olympiad Seoul 1988”, se lee en la inscripción. La segunda en 30 años.

La primera vez, Gina tenía 26 –en noviembre cumple 57– y se encontraba en la clausura de los Juegos Olímpicos vestida con el uniforme del Perú. A su lado estaban Luisa Cervera, Alejandra de la Guerra, Denisse Fajardo, Miriam Gallardo, la ‘China’ Rosa García, Sonia Heredia, Katherine Horny, Natalia Málaga, Gaby Pérez del Solar, Cenaida Uribe y Cecilia Tait, la ‘Zurda de Oro’. Doce mujeres que llegaron más lejos que ningún otro equipo en la historia del deporte en nuestro país.

La medalla fue de plata. Un saque de Torrealva –entonces capitana de la selección de vóley– en el tercer set contra la URSS fue decisivo. “Dos fallas sobre la net dieron los dos puntos al rival y el anhelo del oro se fue como las últimas horas de la noche coreana”, escribió sobre la final el periodista Mario Fernández, enviado especial de EL COMERCIO a Seúl. No hubo sonrisas en el podio durante aquella clausura. Sonrisas no, pero sí algunas lágrimas. La madrugada del jueves 29 de setiembre del 88, 20 millones de peruanos lloraron con ellas.

Torrealva se vuelve a poner su medalla para este reportaje. Málaga, Tait, Horny y De la Guerra hacen lo propio. No la llevan en el cuello, sino en el corazón.

Punto para Perú

Ni la diferencia de edad (“me hicieron pagar piso por ser la menor”, recuerda Katherine Horny; “tuve que cargar pelotas, llevar el botiquín”) ni la variedad de procedencias (“yo no sabía qué era una empleada hasta que fui a la casa de Alejandra de la Guerra”, bromea Cecilia Tait) ni las largas jornadas de entrenamiento fueron obstáculo. La amistad creció –se consolidó– de mano de la técnica. No habría vuelta atrás en ninguno de los casos. El de Man Bok Park fue un equipo que reunió condiciones que no se volverían a repetir. La disciplina impuesta por el entrenador coreano –quien relevó al japonés Akira Kato, responsable de la preparación de las primeras leyendas del vóley femenino nacional, como Lucha Fuentes, Norma Velarde u Olga Asato– rindió sus frutos. Sin un sueldo asignado, salvo la ayuda de sus familias o la subvención de sus clubes (cada una pertenecía a uno; algunos de ellos las apoyaban con movilidad u otros gastos; otros no), incluso desplazarse a los entrenamientos podía representar un reto. “Había que llamar a avisar: ‘mister Park, no tengo pasaje’. ‘Es su problema, señorita, este es su trabajo’, y te las arreglabas para ir. Era amor a la camiseta”, cuenta Gina Torrealva. La que lució en Seúl –y todavía conserva– está “más rosada que roja”, dice la ex capitana. Su hija la usa cada vez que juega Perú.

“Algunas chicas con las justas teníamos zapatillas”, recuerda, por su parte, Cecilia Tait. Con 13 años, Tait entró en el vóley, un refugio ante la vida que había conocido hasta entonces. “Todos piensan que soy de Chincha o de Cañete, pero viví en un mundo de blancos en el que a mí me metían a la cocina y a mi mamá le increpaban haberse metido con un negro”, contó a SOMOS en 2016.

Décadas después, ya convertida en congresista, Tait sacaría adelante una ley para que los deportistas perciban un sueldo. “El apoyo que hay ahora –nutricionistas, psicólogos, auspiciadores– no existía en esa época, evidentemente”, añade Alejandra de la Guerra. Tampoco había rostros visibles femeninos en el deporte.

“Algunas chicas con las justas teníamos zapatillas”, recuerda, por su parte, Cecilia Tait. Con 13 años, Tait entró en el vóley, un refugio ante la vida que había conocido hasta entonces. “Todos piensan que soy de Chincha o de Cañete, pero viví en un mundo de blancos en el que a mí me metían a la cocina y a mi mamá le increpaban haberse metido con un negro”, contó a SOMOS en 2016.

Hasta que llegó Seúl.

Natalia Málaga ganó todo como jugadora y luego se convirtió en la entrenadora peruana más exitosa de la historia.

Juego de niñas

Natalia Málaga tenía solo 14 años cuando entró a la selección. Medía 1 metro con 65: 10 centímetros por debajo del promedio. Las pruebas se hicieron en el Circolo Sportivo Italiano: allí, Norma Velarde y Lucha Fuentes –recién retirada– vieron en la joven jugadora una luz que la hacía destacar. No se equivocaron. Diez años más tarde, Natalia partía a los Juegos Olímpicos a representar –junto a sus 11 compañeras– al país. SOMOS le dedicó una portada ese mismo setiembre. “Fuera de los partidos, Natalia es más bien callada, muy concreta en sus respuestas y, en el trato con los curiosos, con platónicos admiradores o con periodistas, se limita a lo indispensable”, decía sobre la voleibolista aquel artículo. El destino es caprichoso.

Chicas Eternas

“Hay algunos que nos llaman ‘ochenteras’. Gente más joven que nunca ha podido llegar a donde estuvimos nosotras”, cuenta hoy. “Es en tono despectivo, totalmente: como diciendo que eso ya pasó, que ya no existe. Como si estuviésemos desfasadas”, dice. Natalia Málaga hace tiempo que no se limita a lo indispensable. En las últimas tres décadas ha sido entrenadora de la selección, ha aparecido en comerciales, es embajadora de la Marca Perú, tiene más de 600 mil seguidores en su página de Facebook y hasta sale en un comentado video de Carlos Vives. No tiene nada pendiente ni nada de qué arrepentirse. “El vóley me ha dado todo lo que soy y es mi vida”, sostiene. Lidiar con la fama, sin embargo, no ha sido fácil. “Hay a quienes les fastidia que siga metida en esto, que ya me debería largar, que soy el cáncer del vóley. Acá los entrenadores son los malos, la peste. No se dan cuenta del nivel de jugadoras que tenemos, sin menospreciarse”, cuenta. “Hay, pero de lo malo es lo mejor que hay”. Concreta en sus respuestas, eso sí.

“El recuerdo me acompaña, pero a la vez es difícil”, dice Torrealva. “Me recuerda la unión que teníamos, pero también el campeonato, la pérdida contra Rusia después de haber sacrificado tanto: familia, enamorados, fiestas, amistades, las cosas que podríamos haber hecho en nuestra juventud”. Gina no les contó a sus hijos quién era ella hasta que fueron grandes. No es fácil para la ex capitana mirar atrás, aunque hay quienes todavía la reconocen por la calle. “Sobre todo los más grandes”, cuenta. Los niños de su academia saben de su legado a través de videos que sus padres les enseñan en YouTube. “Luego vienen y me dicen: ‘miss, tú eras diferente’”.

Natalia Málaga (54) y Cecilia Tait (56) son amigas desde hace más de 30 años.

Chica dorada

“¿Hasta cuándo van a ser los hombres los más privilegiados? No se trata de competir con ellos, pero al menos quiero que me den la oportunidad de hacerlo”. No se trata de competir con ellos, pero al menos quiero que me den la oportunidad de hacerlo”. A Cecilia Tait nunca le ha importado –menos ahora; menos después de haber superado un cáncer de ganglios que casi acaba con su vida– que digan de ella que es sobrada, antipática o complicada. “Porque lo soy”, insiste. “Los presidentes, los alcaldes y los jueces llaman al presidente de la Federación [de Fútbol] para conseguir tickets, pasajes. Eso no sucede con las mujeres. Al contrario: no nos dan la oportunidad de participar como dirigentes”. Lima será sede de los Panamericanos en 2019. La mayoría de jugadoras que conformó la selección de Seúl también posee medallas en esos Juegos. “Y ni siquiera nos han llamado para pertenecer a la comisión de voluntarios, de bienvenida o de preparación a los deportistas. ¿Por qué no podemos ser heroínas en nuestro país cuando tenemos los méritos?”. Le duele, confiesa, y le duele por sus compañeras.

El 2 de octubre de 1988 un multitudinario recibimiento tuvo lugar en Lima tras el regreso de la selección. “Creo que nunca los defraudamos”, dijo Tait al volver a pisar su tierra.

Así cubrió El Comercio