El comercio

Cecilio Cox Doray: el hombre que impidió la destrucción de Trujillo

Durante la invasión chilena, el alcalde de la Ciudad de la Eterna Primavera puso por encima de su ruina económica la integridad de sus vecinos.

Texto: Rodrigo Moreno Herrera

Durante la Guerra del Pacífico, el gobierno chileno no se conformó con la seguidilla de victorias militares conseguidas en las campañas del Sur y de Lima. Quería doblegar cualquier atisbo de resistencia a lo largo del territorio peruano. Con ese propósito, en 1880 creó la División de Operaciones del Norte, liderada por el capitán Patricio Lynch. Esta fuerza se encargaría de condicionar y exigir contribuciones económicas a las ciudades que aún no sufrían directamente los estragos del conflicto.

Lynch, quien navegaba desde los quince años, era uno de los oficiales más experimentados de la marina chilena. Si ejecutaba la misión a cabalidad, que era amedrentar a la población, las negociaciones con la nación derrotada serían mucho más sencillas. Al menos eso le explicaron sus superiores. Sin embargo, el resultado no siempre estuvo acorde a sus expectativas. Cuando intentó replicar sus acciones en la sierra central un año más tarde, su presencia provocó enérgicas respuestas, como la comandada por Andrés Avelino Cáceres.

Pero tiempo antes de dirigir sus tropas contra ‘El Brujo de los Andes’, su expedición en la costa lo llevaría desde Arica hasta Paita. La ausencia de oposición armada facilitó su trabajo en estas regiones. Ningún puerto donde desembarcó se libró de los cupos de guerra. Sus hombres dejarían hecho cenizas los bienes de los hacendados y del resto de habitantes, por el doble de lo adeudado, si no pagaban dentro del periodo previsto. El cobro de tributos dentro de un contexto bélico era una práctica usual de la época, mas el saqueo y la deliberada destrucción del hogar de cientos de civiles no, como lo que sucedió con el distrito de Chorrillos, consumido por el fuego y el desenfreno de la soldadesca enemiga.

Quienes no lograban acumular el monto fijado corrían la misma suerte de los que se negaban a desembolsar la cuota. En Eten, Ferreñafe, Lambayeque, Chiclayo, Ascope, Chepén y Pacasmayo, numerosas propiedades se convirtieron en escombros. Ni siquiera alguien tan acaudalado e influyente en la política como Dionisio Derteano escapó del escarnio. Lynch le impuso la cifra de cien mil pesos, cuya fecha límite de abono era el 12 de setiembre. No obstante, Derteano había prometido a sus dependientes no dejarse intimidar. Debido a esta decisión, el capitán chileno se ensañó con su hacienda de Palo Seco, en Chimbote. Echó mano del ron y del residuo de caña disponible para avivar el incendio del vasto predio y voló con dinamita toda la maquinaria agrícola.

Días después de la devastación de Palo Seco sería el turno de Trujillo. Una vez ahí, la División de Operaciones del Norte reclamó 75 mil pesos. No solo quemarían el lugar de darse un incumplimiento, también derribarían el puente sobre el río Chicama, su principal ruta de abasto. Alarmados por lo ocurrido en las provincias aledañas, los pobladores acudieron al alcalde Cecilio Cox Doray. Temían perder sus viviendas ante la imposibilidad de solventar el cupo.

Hijo de William Cox y Manuela Doray, Cecilio nació en 1837 en La Libertad. Su prosperidad como empresario, su habilidad para concretar acuerdos y la confianza que generaba entre las personas le abrieron las puertas del municipio. En él colocaron las últimas esperanzas de concertar una rebaja de la deuda, pero Cox sabía que los invasores no darían su brazo a torcer. A razón de ello, puso por encima de su ruina económica la integridad de sus vecinos. Tomó el dinero de su propia reserva y cubrió el 65% del monto total. Su reacción oportuna en el plazo estipulado había salvado a la ciudad.

Reponerse financieramente era una tarea que requería mucho más que voluntad y empuje. Con el espíritu abatido y las arcas resquebrajadas, miles de peruanos como Cecilio debían hallar la manera de salir adelante. La malversación de fondos públicos, la paralización del comercio y los desmanes a cargo del ejército foráneo sumieron al país en una profunda crisis. En el norte, el temor infundido por los casi 2500 soldados de Lynch se tradujo en la recolección de un cuantioso botín: oro y plata en barras, azúcar, arroz, algodón, aceite, café, cacao, estampillas, cascarilla, miel, alfalfa y miles de libras y pesos.

Durante la ocupación extranjera en el Perú, que se extendió hasta 1883, continuaron zarpando diferentes expediciones para evitar posibles levantamientos. Una de ellas fue la encabezada por el coronel chileno Arístides Martínez, quien fue enviado a Trujillo en 1881. Mientras cumplía con su labor, se enteró del esfuerzo de Cox para resguardar la localidad. Sorprendido por la historia, pidió reunirse con él porque quiso ayudarlo a recuperar una fracción de lo que había perdido. Apenas hacía falta una lista de los deudores para que el mismo Martínez supervisara la cobranza. Frente a esta oferta, Cecilio fue contundente: “nadie me debe nada”.