Óscar Paz Campuzano
La vista desde la biblioteca de la Universidad Central de Venezuela la tenía enamorada. Katerine del Pino estudiaba Derecho y no pocas veces se distrajo de sus libros de leyes para observar la belleza de la montaña de El Ávila. Inmediatamente, sus pensamientos la transportaban a sus excursiones entre esa tupida geografía verde, de cataratas y manantiales. Es, en buena medida, una de las cosas que más extraña de su vida en Venezuela ahora que radica en la árida Lima.
Katerine es una mujer risueña y de espíritu fraternal que nació hace 36 años en el estado venezolano de Miranda. Es hija de padres peruanos, que migraron a principios de los 80. Esta familia tuvo seis hijos a los que criaron con comodidad, aunque sin lujos.
A los 17 años se mudó a Caracas para estudiar Derecho en la universidad. “Nadie quería irse. Era muy cómodo vivir en Venezuela”, dice Katerine, quien al acabar sus estudios en el 2008 logró escalar hasta el departamento de fiscalización del Instituto Nacional de Prevención, Salud y Seguridad Laboral de Venezuela.
Pero pronto comenzó a sentirse obligada por grupos vinculados al gobierno del ex presidente Hugo Chávez a sancionar a empresas bajo argumentos disparatados, sin fundamento en la ley. Katerine renunció en el 2010. Al año siguiente, hizo maletas y enrumbó a Lima con su esposo y su hija. De algún modo se anticipó a la crisis que estaba por venir.
En el Perú, logró convalidar su título de abogada con muchos problemas. Con licencia para ejercer el Derecho fue un poco más sencillo. Trabajó en el área de recursos humanos de varias empresas limeñas y en paralelo empezó a asesorar a sus compatriotas migrantes.
“La defensa de los venezolanos la hago ad honoren muchas veces, porque conozco la condición de la gente que llega. Muchos de ellos son ingenieros, periodistas, médicos, abogados que no pueden ejercer sus profesiones”, cuenta Katerine, quien ahora colabora para la ONG Unión Venezolana en Perú en las ferias de asesoría migratoria para los desplazados.
Contando esas atenciones y su labor privada, cada semana ella se contacta con casi un centenar de compatriotas que le piden ayuda para formar sus empresas, para denunciar a sus jefes por hostigamiento o acoso, por violencia familiar, etc.
Aunque no sabe cuándo será posible regresar a Venezuela, Katerine piensa que, al margen del tráfico y de la ausencia de espacios verdes como la montaña de El Ávila, Lima es un buen lugar para volver a empezar.