Óscar Paz Campuzano
El salón de una parroquia en Pueblo Libre se ha llenado de venezolanos. Todos escuchan a Tamara Suju, una compatriota refugiada en República Checa que ha denunciado al gobierno de Nicolás Maduro ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos por asesinar y torturar a civiles que protestaban contra el régimen.
En primera fila está Margarita Schilling, una venezolana de 66 años con ascendencia suiza, de piel blanca y cabello corto, canoso. Ella llora mucho al ver un video que proyecta Tamara. Es el momento en que la guardia bolivariana masacra a un joven asperger. Patadas, golpes con sus escudos, varazos. El indefenso chico está por los suelos, rendido, manchado con su propia sangre. El quejido de Margarita se escucha en toda la sala.
Ella alquila una habitación en un cerro del Rímac, uno de los 10 distritos limeños más poblados por venezolanos. A la casa se llega luego de subir las primeras treinta gradas de una escalera que serpentea entre edificios sin enlucir. El barrio se llama San Juan de Amancaes.
“Son personas muy sociables, que han traído alegría y unión. Si mi país alcanza para recibir a todos los venezolanos en buena hora”, dice Jenny García, una peruana que vive en este barrio desde que nació, hace más de cinco décadas.
Margarita Schilling residía en el estado venezolano de Maracay. Con una pensión fruto de su trabajo en Suiza como secretaria bilingüe y el arriendo de sus tres departamentos llevaba una vida cómoda en Venezuela que le permitía viajar de turista. Perú era uno de sus destinos predilectos.
Aterrizó en Lima en junio del 2016, con un boleto de retorno en tres meses. “¿Por qué vas a regresar?”, le preguntó su hermano, consciente de que la crisis era cada vez peor. Entonces, Margarita se quedó. Ahora, colabora para la ONG Unión Venezolana en Perú, que agrupa a los desplazados por la situación de su país.