Jorge Malpartida Tabuchi
Varias plazas de la capital se han convertido en un espacio para que los venezolanos bailen y canten al son de sus canciones tradicionales. Un ejemplo es el parque Kennedy, en Miraflores. Cada fin de semana, Salim Campos, de 33 años, lleva su cuatro, un instrumento de cuerdas similar al charango. Con él interpreta llaneras o algún otro ritmo movido, como salsas y merengues. No lo hace por dinero.
Salim, que llegó al Perú hace 10 meses, trabaja de lunes a viernes en un estudio jurídico. Para él, la música es su forma de conectar con los demás e iniciar una conversación. “Mi rutina entre semana no me permite hacer música de forma regular, pero cuando me pongo a tocar en el parque me siento liberado. A veces, me quedo horas y la gente se empieza a acercar. Y si son venezolanos me piden una canción y la corean. Otras veces, solo pasan y me saludan porque reconocen lo que estoy tocando”, cuenta.
El domingo 22 de abril por la tarde, Salim improvisa un joropo llanero, género folclórico autóctono. Gabriel Castellanos, un licenciado en educación musical de la ciudad de Valencia e intérprete profesional de flauta dulce, se une a la interpretación. Mientras Salim repica las cuerdas del cuatro, Gabriel cierra los ojos y entona “Apure en un viaje”. Es una canción alegre que hace un recuento de los bellos paisajes del centro del país de la vinotinto.
“Les voy a hacer una historia/ de la inmensidad del llano, /para dejarle un recuerdo, /a toditos mis paisanos”, canta Gabriel. “Donde se ven por doquier cantidades de ganado, donde se inspira el coplero, por caminos cabalgando”.
En estos primeros meses en Perú, se ha dedicado a trabajar en la cocina de un restaurante de comida rápida en San Martín de Porres. A él, le encantaría formar parte de un ensamble musical, pero sabe que, por el momento, hay mayores posibilidades de llegar a fin de mes, sin sobresaltos, encendiendo fogones y friendo hamburguesas.
Para Tito Lugo la música sí es su forma de obtener ingresos. Haciendo gala de su licenciatura en Mercadeo, se promociona en su tarjeta de presentación como “Tito El Cantante y su banda digital”. Claro que cuando Tito menciona su banda, hace referencia en realidad a un parlante a pilas con el que sube a los buses a interpretar baladas, reggae y ritmos latinos. Con su micrófono y su playlist de mezclas, él solo se encarga de deleitar a su audiencia portátil.
“Hago la ruta de Chorrillos hasta Javier Prado. Prefiero no cantar música tradicional porque ya conozco al target. En el transporte la gente, especialmente los jóvenes, quieren escuchar algo más actual. Por eso suelo tocar temas que ellos conozcan”, dice.
Hace siete meses, cuando recién llegó a Perú, trabajó en orquestas que hacían shows en Punta Negra y otros balnearios al sur cada fin de semana. Sin embargo, los viajes de larga distancia no le salían a cuenta y por eso optó por movilizarse solo entre Chorrillos, Barranco, Miraflores y Surco.
Ahora trabaja entre 8 y 10 horas al día, juntando monedas de los pasajeros en cada paradero. “Hay mucha competencia porque en Perú ya existen muy buenos músicos y, ahora, con esta ola de migración, han llegado también artistas de Venezuela muy preparados. Por eso, cada uno tiene que encontrar su espacio e ir ganándose a su público”, cuenta Tito.
Hay días en los que Tito también acude a la plaza de Barranco o a la plaza Butters para encontrarse con otros músicos venezolanos. Sus melodías con acento llanero atraen a otros paisanos y muchas veces se arma la parranda.
Las risas se convierten en llantos cuando el ensamble interpreta algún tema folclórico como las gaitas, ritmo de la zona costeña que suele tocarse en las fiestas. En esas jornadas cargadas de emociones, a veces, el público les deja dinero suficiente para repartir buenas ganancias entre todos los artistas. Otras veces, pese al jolgorio, la plata no alcanza y como única compensación les queda saber que con sus canciones están ayudando a otros venezolanos a sentirse menos solitarios.